martes, 23 de febrero de 2010

Tarde de cine


Hay películas que, pese a los esfuerzos del guión, no consiguen concluir. El torrente de imágenes es continuo y la inquietud va creciendo en la sala, sin que se adivine un final, ni feliz ni funesto. Figurantes, más que actores, aparecen y desaparecen periódicamente dando una nota desconcertante. A veces las voces se enredan en diálogos; mayormente se insultan, porque dicen que se aprecian, aunque ni se tocan. Es como un simposio académico: de vuelo platónico, pero en lo suyo y por lo bajo rompedor; difícil saber quién habla realmente, porque todo es bastante fluido y trabado, o sea confuso. Mientras tanto, del lado iluminado por la pantalla el ambiente es de merienda, con palomitas y mucho cebo para que lo básico, la munición, no falle. Sin reparar que del lado resplandeciente la cosa continúa: El se repantinga en su sofá con un cigarro, por la boca se le escapa una humareda como si fuera un fakir, mientras ella, acaso su cónyuge, saca un pañuelo y se suena con estruendo. Acto seguido se alivia con un hondo suspiro y se trabaja con la uña discretamente la dentadura. La sala entonces se agita, teme que lo peor sobrevenga. Aparecen providenciales los paisajes, estampas festivas de columpios alpinos y matronas rollizas, y se hace una sana y sensata calma. En lo que sigue y a fuerza de insistir, hay caras que se te quedan y acaban al rato resultándote familiares. Serían como los personajes, siempre empeñados en hacer méritos para seguir paseándose medio vivos. Para dar el golpe verista, en el entremedio meten en la película las noticias: nos saludan efusivamente el presidente y el campeón de los pesos gallo, sólo unas palabras de ánimo para la parroquia; personajes estos de verdad, todo sinceridad y todo pundonor, tanto que te gratifica. Los otros después siguen a lo suyo, persiguiéndose con el coche y dejando a sus espaldas un ancho reguero de lisiados, chatarra y fogatas. Son momentos de mucho humo, con emoción y fugas, y además ellos se aman. Ahí la trama parece haberlos dado por perdidos, así que, aprovechando la intimidad de la penumbra, se acercan hasta las butacas como sombras custodias, cuando algunos ya dormitan. Como esas, muchas otras sombras escapan del resplandor y avanzan por entre los pasillos, pidiendo atención como limosna, como si la luz las diera por desheredadas. Al primer y natural temor ha dado paso entre el público la expectación. Y la acogida, sin ser entusiasta, pronto resulta franca, y hasta generosa. Un niño les sale al encuentro y les entrega su chicle, una sombra envuelve al infante en su seno y levantando ostensiblemente el brazo lo envía como un relámpago a pantalla. Poco a poco surge de lo blanco un espectro risueño, que a todos saluda con su flequillo y su cándida sonrisa. En la sala, enmudecida por un momento, todas las miradas se fijan en la madre, que dubitativa acierta a ponerse en pie y finalmente arranca a aplaudir como poseída. El entusiasmo entonces prende, los aplausos arrecian, algunos reclaman la salida del infantil espectro al grito de ¡Oscar, Oscar! Al fondo un grupito discrepa, quieren abandonar esa oscuridad cuanto antes y piden a voces que les devuelvan la entrada, aunque siga la película.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso texto.