jueves, 11 de febrero de 2010

Somos más que nuestros miedos


Uno puede intentar separar y ordenar uno a uno los miedos como un entomólogo bajo la lupa, pero suele ser inútil. Tienden a confundirse, a esconderse unos tras otros. El primero de los miedos, el más visible, es el miedo a que algo menos visible aparezca como un miedo. El miedo al avión puede ser a viajar, el de hablar puede ser a imaginar, el de enfermar puede ser a vivir. En esas transiciones no siempre es fácil remontarse a una causa primera, al menos a una distinta del propio sujeto que alberga los miedos. Con el fin de combatirlos, se pueden hacer alardes tipológicos o etiológicos, y separar al menos los orientados a algo o a alguien de los que son difusos y sin polarizar. Incluso entre los polarizados se puede discernir cuáles son más amenazantes graduando su nivel, bien por la proximidad del polo amenazador, bien por su naturaleza personal o social, en la confianza de que el dominante será más evidente al prevalecer sobre los demás. Pero ni siquiera entonces es sencillo identificarlos. Examinarlos no es muy diferente de examinarse. Si ya ésta de la clasificación es una tarea comprometida y dolorosa, aún lo es más pretender atenuarlos. Ahí se requiere ante todo una voluntad decidida, que a veces obliga a cambiar de vida y mudar costumbres. Una muda en la que uno va sintiendo con insoportable dolor cómo va dejándose el pellejo en cada una de las despiadadas e inevitables sacudidas.

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