lunes, 8 de marzo de 2010

El molino de Eulate



Subí ayer hasta Eulate, en la Améscoa Alta, y de allí bajé hasta su molino, que sobrevive casi sepultado junto al curso del río Uiarra. El camino se inicia manso, rumbo al Sur, atravesando las terrazas en las que se asientan las tierras cultivadas y dejando atrás la formidable \textit{aldaia}, esa pronunciada pendiente coronada en prolongado remate por la rocosa faja que cierra por el Sur la sierra de Urbasa. Poco después se adentra en una ancha grieta de paredes arcillosas y comienza lentamente a descender por un sinuoso tajo, cuyo final parece que tarda en vislumbrarse. Baja por un estrecho reborde, acostado en la pared izquierda, mientras en el precipicio de la derecha intuimos un mudo y refrescante arroyo. Áspera y vertiginosa, consigue la quebrada ir abriéndose paso entre los dos sólidos oteros que la escoltan. Argariza y Arkontegi, así se llaman. A la salida del desfiladero el camino se presenta frente a un puente, en un recodo del río. En la otra orilla, con las umbrías de Lokiz a la vista, desciende desde el robledal un extenso prado en el que pastan a su aire los caballos. Vigila en su linde superior San Adrián desde su pequeña ermita. Justo a la derecha, salvando un talud, se esconde entre los chopos y la vegetación el derruido molino. Aunque se ha hundido parte del tejado, conserva en pie sus muros. La sala con las dos muelas y el pescante sigue ahí como detenida en el tiempo. Por debajo todavía discurre el regato que alimenta la rueda hidráulica, el rodete, que aquí es horizontal y descansa en una sólida viga o durmiente de haya. En la estancia hay huellas de un fogón con su salida de humos y espacio para hacer reunión y comercio.


Sabemos que Juan Francisco García de Eulate fue el último molinero. Se encargaba de la molienda, pero también de entregar la harina, subiendo y bajando sin parar por esa quebrada maldita. Siendo las principales, no eran éstas sus únicas labores: de vez en cuando tocaba picar las muelas y meter el agua en el regato a pozadas cuando la de la presa faltaba. Y a veces tocaba esperar de noche, a la luz del candil, para moler a hurtadillas el grano que los vecinos bajaban para burlar el racionamiento, y disponer de algo de su cosecha sin tener que rendirlo al fisco. De normal, aquello era centro de reunión, una especie de antesala obligada para aquellos que vivían de la sierra. Por allí pasaban leñadores y carboneros, pero también el cabrero y el dulero, por no hablar de los que traían algo que moler. Los que andaban tirando de ovejas se encaminaban en primavera por el camino de Aizkorribe hasta la balsa Antsomilaba y de allí por la Brecha subían a los corrales, donde los rasos, debajo del Monte Santo. A otros con más suerte les bastaba con dejar vacas y caballos en la pradera, o soltar los cerdos en montería. Luciano Lapuente describía así el resto de la fauna y el ambiente que entonces rodeaba el molino: «Mientras el ganado pastaba en el monte, ellos se acercaban al molino en busca de charla o tertulia, tal vez a refugiarse de las inclemencias del tiempo y sentarse al calor del fogón que Juan Francisco encendía todos los días y donde ellos calentaban diariamente el puchero de habas de su merienda».


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