domingo, 2 de mayo de 2010

El vigía



¿Qué puede significar una roca enhiesta en medio del denso follaje? Los escritores de los que aprendí me dirían que es una muestra acabada de la voluntad o una imagen de la fuerza telúrica. Pero suele haber también algo de exhibición gratuita, de insinuación en ese empeño. Por eso me resultó más grato suponer que esperaba mi llegada, y que tras el avistamiento casual vendría el asombro y el recreo. Incluso puede ser que, tras nuestro repentino encuentro, azorada, hubiera preferido confundirse entre el hayedo, decidida a que nadie más supiera de ella. De ser algo más que una mirada seductora y mágica lo que hubo, nunca vi detrás a faunos o duendes. Ni sentí que el regalo de la roca me fuera dedicado, ni lo entendí como un mensaje críptico. Acababa simplemente un tranquilo paseo por el bosque bajo la lluvia, así que su descubrimiento se pareció más a un premio final añadido.

Un poco tonto que ahora lo diga, pero la roca lleva ahí ya un tiempo, y en esa acrobática postura. Al menos desde que se formó la falla de Lizarraga en cuya ladera se asienta, allá arriba en Urbasa. Épocas muy antiguas, tanto que hasta ha conseguido ganarse un nombre: Zaizuri, algo así como el vigía blanco. Tampoco muy conocido, una clave como de iniciados, ya sean pastores, carboneros o leñadores, ya sean brujas, monjes o herbolarios. Pese a su encanto, un nombre seguramente siniestro para quienes frente a la roca perdieron sus pasos en tardes de niebla y espesura.


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