domingo, 10 de octubre de 2010

El paso del Noroeste


Para ser registrada como epopeya histórica una aventura tiene que tener algún fuste didáctico, capaz de atraer a la gente común, y ser dentro de ciertos márgenes hasta virtuosa. En los relatos aventureros románticos se gesta un nuevo y acabado modelo caballeresco, que busca alejarse de ese burdo interés material y rufianesco tan presente en las crónicas de conquista americanas del XVI y XVII. A comienzos del XIX, Inglaterra, como reina de los mares, se sobreimpone a su inmediato pasado, renuncia a las patentes de corso y promueve su libertad comercial por los oceános. Ahora el aventurero, que dice buscarse únicamente a sí mismo, es propuesto al público, con el impulso de quienes acarician intereses comerciales o estratégicos, como un espejo de decisión, generosidad y perspicacia, cuando no de virtudes raciales y esencias patrias. Ese espíritu dio para mucha literatura, con Byron o Conrad por ejemplo, pero quisiera traer aquí testimonios que hacen la historia más prosaica y directa.

Das Eismeer, Caspar David Friedrich (1823-24)
Kunsthalle, Hamburg
William Edward Parry buscó lo que antes que él habían buscado Cabot y Cartier, el paso del Noroeste, ese canal que uniría a través de las heladas aguas del Ártico el Atlántico y el Pacífico. En mayo de 1819 el almirantazgo británico pone a Parry al frente de una expedición formada por dos buques con los que emprende la exploración de la zona ártica conocida como Lancaster Sound. Los avances intermitentes en aquellas aguas, repletas de banquisas, obligan a invernar ese año en la isla Melville tras alcanzar el meridiano 110ºW y avistar la isla Banks. El tono de los informes, a falta de contiendas bélicas, es propenso a amenidades. Antes de que la noche invernal se cierna sobre ellos, el personal explora en trineo las islas haciendo toda clase de observaciones geográficas y científicas, mientras el naturalista va dando forma en sus láminas a la rala flora y a la esporádica fauna. La entrada de los hielos recluye a todos en las naves, donde encuentran entretenimiento escenificando teatro improvisado, con títulos tan estimulantes como «Miss in her teens», a la vez que se lanza a las cuatro esquinas de ambas naves un nuevo periódico, el North Georgia Gazette, con la intención inmediata de difundir ecos y chismes y la más mediata de mantener en alto la deprimida moral del pasaje. A todo esto Parry en su camarote revisa concienzudamente los datos, elabora las nuevas cartas y bautiza con pompa británica todos y cada uno de los accidentes geográficos observados. Tras la renuncia a seguir hacia el Oeste, el retorno en primavera deja atrás penas y tristezas, dando al viaje aires de hazaña al lograr haber ensanchado el mundo hasta allá donde el británico llega. Sin nuevos logros, las expediciones de 1821 y 1824 apenas añaden lustre a ese cuadro.


A otro británico, a Sir John Franklin, guiado en ese trayecto por la misma ambición de fijar al Oeste nuevas fronteras, la aventura le costaría la vida. Su expedición partió en 1845, pero de sus invernadas en el Ártico queda escasa noticia. Las imaginamos menos festivas y más dramáticas, si nos atenemos al fatal desenlace del que no escapó ninguno de sus acompañantes. Donde se encontraron sus restos y pertrechos, en la isla Melville, se puede ver hoy una hilera de sencillas lápidas. En socorro de Franklin se envió en diciembre de 1849 una nueva expedición que accedería a los hielos árticos desde el Pacífico. Sólo el Investigator capitaneado por Robert McClure consiguió rebasar la isla Banks y avistar Lancaster Sound, aunque sin dar con Franklin. El trayecto que navegó desde el estrecho de Bering hasta la isla Banks, vendría a ser lo que a los anteriores faltó para completar el paso entre los dos oceános por el Noroeste. Su vuelta fue larga y penosa al quedar el barco atrapado en las banquisas de Mercy Bay, frente a la isla Banks. Tres años después la tripulación fue rescatada y el barco abandonado en los hielos. De la peripecia queda el informe y la minuciosa cartografía de McClure, incluidos en The Discovery of the North West Passage (London, 1856).

«El barco está en posición recta y en muy buen estado. Se encuentra aproximadamente a 11 metros de profundidad» anunciaba Marc André Bernier el 25 de julio de este año para dar cuenta del hallazgo del Investigator. Había llegado tres días antes a Mercy Bay, al lugar donde el barco fue abandonado por la tripulación, con un equipo de arqueólogos submarinos para aprovechar la bajada estival de los hielos. La búsqueda con sonares y detectores de metales pronto fructificó. El ministro canadiense de Medio Ambiente se apresuró a declarar a la BBC y otros medios: «El descubrimiento del Investigator apoya la reclamación histórica de Canadá sobre la región que el país heredó cuando obtuvo su independencia de Gran Bretaña»*. La declaración muestra a las claras cómo el tiempo acaba dando dimensión efectiva a las andanzas del pasado: lo que los abuelos vivieron como temerarias y gratuitas aventuras románticas es hoy para los nietos una ocasión propicia de reclamar territorios y dividendos.


*http://www.bbc.co.uk/news/world-us-canada-10793639

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