miércoles, 10 de noviembre de 2010

La segunda derrota de Héctor


Aquiles y Héctor en combate
Para dar brillo y relieve a la leyenda, allá donde los hechos se pierden, se ha recurrido a engranar episodios y darles cuerpo en los héroes. ¿Quién no recuerda a Héctor, el del tremolante penacho, el valeroso defensor de Troya? De los pasajes que lo citan va surgiendo la figura del padre afable, del tierno esposo, del indomable guerrero, del caudillo indiscutible, para todos ejemplo final de abnegación y sacrificio, en cuyo destino cruel se cruza el arrogante Aquiles, el de los pies ligeros.

Si esta es la ecuación inicial del combate, deberíamos preguntarnos, más que por el conocido final de la lid, por la segunda y más dolorosa derrota de Héctor, cuando de entre los dos contendientes, el admirable adalid y el furioso vengador, él es el escogido para representar al individuo intimidador y acosador en la lengua inglesa. En cualquiera de los diccionarios de este idioma esa de intimidador o acosador es una de las acepciones comunes para la palabra «hector». Y lo es, según parece, desde que Samuel Johnson la incluyera en su diccionario en 1775. Se ha argumentado con el desliz al habla común londinense de los modos de una banda de matones que hacia 1650 se hacían conocer como héctores. Pero esto no explicaría del todo la anterior elección y menos la sorprendente inversión de valores.

Hacer de la valentía una virtud suprema, o una vía de redención, es productivo, pero no gratuito. En nuestras sociedades un código de honor respalda la presunción de valor a los guerreros profesionales, que están obligados a suscribirlo. Un código normalmente lo bastante holgado como que para que sin reserva, ni honor, se intimide y se abuse de inocentes desarmados. Esto en los sujetos a código. Para los que viven ajenos a él, pero con urgente necesidad de respeto, la valentía es un ejercicio igualmente necio, en el que se cabalga con provecho entre la temeridad y la violencia. En ese provecho la valentía se diluye y la ostentación pronto hace acto de presencia. Cuando todos estos actores, con código o sin él, llegan a valentones y prepotentes, Héctor resulta inevitablemente degradado.


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