sábado, 12 de febrero de 2011

El martillo de Enoch


Con el juicio celebrado en el castillo de York en enero de 1813, se vino a rubricar la derrota de los rebeldes ludditas, que se saldó con el siguiente balance final: cuarenta de ellos murieron en combate con el ejército británico, veinticuatro fueron ejecutados, trentaicuatro fueron deportados a Australia y veinticuatro fueron recluidos en prisión. Se apagaba con ellos el último foco de resistencia y contestación a lo que, con irónica y victoriosa intención, se llamó la primera revolución industrial. Se da en esta página histórica una singular confrontación de dos estilos revolucionarios, el social y el científico-tecnológico. Se dice en esa página que revueltas y sabotajes se produjeron como consecuencia de la introducción en las factorías textiles de nuevos telares que aprovechaban la fuerza del vapor y del subsiguiente licenciamiento de buena parte de la mano de obra artesanal. El cambio llegó además estando Europa en su apogeo napoleónico y con los ecos de la revolución francesa aún en las calles. Con su aplastamiento Inglaterra creyó haber conjurado —y probablemente lo consiguió— el peligro de su inminente propagación a las islas.

Las protestas de los desahuciados acabaron en la mayoría de los casos con incursiones, más o menos espontáneas, en las fábricas. En ellas los sublevados ponían todo su ardor en aniquilar, con el llamado martillo de Enoch en mano, la flamante maquinaria industrial. Este rechazo a la automatización progresiva del trabajo contó en un principio con notorios abogados como William Blake o Lord Byron, y siempre tuvo fieles en un sector de la clase dirigente, asociado generalmente a la aristocracia rural. El movimiento, romántico en sus perfiles, quedó para la historia como germen de los futuros movimientos laborales, aunque con el estigma declarado de su aversión a la aceptación de la máquina como signo inequívoco de progreso.


Sobre la historia y sus ciclos siempre ha habido más frases lapidarias que evidencias palmarias. Vivimos hoy una segunda oleada de automatización, con una imponente corriente que cubre a través de la informática todos los frentes imaginables. No creo que haya signos de un movimiento similar al luddita, al menos en aquellos destructivos términos, a pesar de que la irrupción de hackers pueda dar pie a pensar en estrategias de sabotaje. La llegada de ordenadores y de autómatas inteligentes, no ha producido un desplazamiento de la mano de obra tan evidente como el de entonces y la propia tecnología ha reclamado a cambio nuevos operarios de formación superior. Eso no quiere decir que no exista un malestar latente. Pero ese malestar se ve acallado por la lógica social que reconoce como un axioma la necesidad de la evolución industrial bajo el impulso de la innovación tecnológica.

Frente a ese progreso imparable, los problemas ya no residen en el posible desplazamiento y exclusión de los operarios manuales, sino en la obligada reconversión de sectores enteros de tecnologías obsolescentes por el desarrollo de la computación. Forzado por la brevedad, en este apunte sólo quisiera, a modo de conclusión, hacerme tres preguntas sobre la previsible evolución de la informatización. 1) ¿La tecnología, que surgió como instrumento regulador de los fenómenos naturales, se ha impuesto como último objetivo el sometimiento y control de la inteligencia en la que vería el último fenómeno perturbador?. 2) ¿No sería posible que el autómata nacido de esa remisión a la tecnología de nuestra inteligencia comience a no ser visto como un instrumento de liberación de tareas penosas sino como un futuro competidor, quizá en régimen competencia evolutiva?. 3) ¿Si empezamos a sospechar que de nada nos libera la llegada de nueva tecnología, cómo seremos capaces de experimentar en qué sentido discurre el progreso y cómo podremos saber sin liberación a qué hace referencia?.


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