sábado, 26 de marzo de 2011

Banderas de sangre



Estos días en que la primavera hace aletear a los poetas, habrá que cargar las tintas y colocar en su débito las metáforas entregadas al poder, aquellas que hicieron fortuna al ser difundidas con la pompa propia de los ritos sagrados. De entre todas ellas iré a la que me parece más significativa y odiosa, a la de las «banderas de sangre». De esa metáfora fundacional del tercer Reich, participaban todas las insignias y estandartes del Estado a través de ceremoniales de consagración. Se evocaba en ellos el carácter bautismal de la sangre derramada por los «caídos» en la intentona nazi de Munich de 1923. En aquellas parafernalias simbólicas se acunaron fervores gregarios y se educó la agresividad colectiva de las masas, conviene recordarlo. No es la de las banderas una metáfora aislada, nace junto a otras hasta formar un lenguaje poético con el que se dio aura mítica a la acción política y con el que periódicamente se renovaba con vigor militar el culto a los muertos.

No sé si Goebbels tenía alma de poeta, pero supo ver en ese lenguaje un instrumento de captación y propaganda persuasivo. El pasado reanimado con toda esa imaginería se convertiría en terreno fértil para las organizadas emboscadas de aquel presente. En él se pasaba sin dificultad de la crónica histórica a la epopeya, a base de instalar lo memorable en la edad de los héroes. Algunos de los bardos aposentados en aquel ministerio de propaganda, lejos del papeleo de los comunicados, se entregaron al diseño litúrgico. Con esa consagración de la sangre derramada, la metáfora venía a recrear un nuevo culto a los muertos, que legitimaba, en nombre del mito, las decisiones del primer abanderado, del profeta del imperio venidero. El oscuro papel del poeta como «bengala que ilumina el pasado con sus lúcidas y agudas metafóras», como maestro de ceremonias en las que se «forjó la férrea y decidida voluntad del pueblo», dice poco de esas luces y de ese hierro, pero lo dice todo del que con su juego de palabras cómplices, con su veneno poético, lanzó a un ejército de sonámbulos al atropello.


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