lunes, 7 de marzo de 2011

Malestar en la dirección correcta



El ejercicio de la autoridad transforma radicalmente los caracteres apocados y medrosos; o mejor aún, los afianza, estabiliza, sosiega. Es una terapia que moviliza alrededor del pusilánime importantes recursos humanos, normalmente ociosos, con un esfuerzo muy económico y de forma siempre ordenada y sencilla. El paciente beneficiario llega a sentirse dueño de una personalidad serena, solvente y ecuánime, generosa con quienes le apoyan y desdeñosa con quienes le eluden. En estos últimos sólo logra ver al persistente desagradecido, al desaprensivo que con sus absurdos retos desajusta el curso apacible de los acontecimientos que él con templada mano dirige. Y esa ingratitud le duele y aflige llevándolo a una crisis severa en la que amanece desairado y feroz, dominado por el miedo y señalando por doquier culpables. De poco sirve que estos brotes sean explicables, si con su frecuencia le imponen un tormento intolerable y precipitan la recaída. Sabe que depende de su voluntad y por eso recurre a ella para hacer pie en la ajena. En ese estado enfermizo y frágil debe también afrontar, con ira más que razonable, el desafecto y la huida de los inconstantes. A punto de sucumbir al marasmo, le llega al fin la lucidez, el convencimiento declarado de que una alianza coyuntural con los canallas nunca podrá hacerle olvidar la inquina que le producen. Le consuela, sin embargo, ver comer de su mano a esa disciplinada tropa de descarriados, llevados a la batalla bajo el lema soberano de que siempre es más lo que a todos nos une que aquello que nos separa. Descansa en la seguridad de que nada podrá mejorar esa unión mientras quede al amparo temible del gobierno que preside.

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