domingo, 7 de febrero de 2010

El discurso tonto


Quizá diga tonterías, porque como señala mi coacher, mirado al detalle, el rigor científico de mis sensaciones, en bruto o en repienso, no da para enunciados firmes. Eso no impide, y quienes me conocen pueden dar de mi fe al cien por cien, que me exprese con prodigalidad y sin tibiezas. Doy para el discurso fluido, no necesariamente bien trabado, pero sí ameno, y sobre todo muy sentido. Al peso, o sea a nivel intelectual, lo que traslado a la concurrencia vale poco. Y lo digo yo, para que nadie ponga pegas. A quien las ponga, quizá le salga a cuenta pasarse por la universidad, donde los conceptos a día de hoy se saldan. Desde ese punto de vista, el conceptual digo, puede que sea torpe, pero sinceramente falta de confianza no tengo y no siento eso como una carencia. Un vacío, yo no lo veo. A mí me enseñaron hace mucho cómo superar mis meteduras de pata. No quiero decir que acierte más ahora, pero me crezco mucho con el énfasis. Enfatizar, es lo que yo les digo a los jóvenes, porque así podréis asombrar y os mereceréis un respeto que con vuestras opiniones nunca tendríais. Ha bastado eso, y muchos me adoran. Otra cosa que yo tengo, y que pienso que es genética, es un modo de decir como muy dinámico, y que se adapta como una camisa al oyente, por muy lejos que vaya en sus apetitos. Cubro así mi lado de intención más retórica, cosa que muchos no entienden, porque creen que contándolo todo a voz en grito explican cualquier asunto. Y seguro que llegan al fondo, del local por lo menos, igual hasta de la problemática, pero yo veo que con esos gritos es poco el feedback que les llega de la gente y de rebote muy poquita la satisfacción que sienten. Y es que como apuntaba al principio, además de decirlo un gran sabio, yo también lo digo, si fallamos a nivel empírico, en las sensaciones y así, lo demás es tontería.

Cuatro definiciones


Espejo

1.m. Tabla de cristal azogado por la parte posterior, y también de acero u otro material bruñido, para que se reflejen en él los objetos que tenga delante (RAE).
2. m. Coqu. Utensilio propio de la coquetería personal, trabajado en distintas formas y tamaños para mejor reparar en nuestras taras anatómicas, con el fin de perpetuar una imagen juvenil y pulcra, y en general de fomentar el amor propio y por lo propio.
3. m. fig. Elemento de interlocución con ayuda del cual, en presencia de nuestra imagen, nos interrogamos acerca de nuestra actitud vital de modo que quede expuesta a inmediata relación con nuestro problemático aspecto.
4. m. Cine. Fábrica rudimentaria de imágenes de uso personal, tanto estáticas como dinámicas, en las que partimos generalmente como protagonistas de un guión imprevisible y al que pronto renunciamos humillados.

sábado, 6 de febrero de 2010

El hombre libre y sus dioses


Decir que nuestros consejeros personales de juventud se guiaban más por los dictados del Breviario romano que por las máximas de los clásicos o de los filósofos, no pretende descalificarlos, simplemente atiende a la realidad. Realidad de la que nos apartamos un día en busca de una verdad que nos permitiera ir al encuentro de nuestro mundo. Había para ello que extraer de ese dominio de lo romano una ética servible. Una ética analítica que afrontara la complejidad de los sentimientos humanos y que no se viera encerrada en el discurso restringido de la salvación.
Con destreza impecable y con minuciosa utillería lógica, Spinoza se puso en su día a la misma tarea. La Etica demostrada según el orden geométrico se publicó en 1677 tras su muerte. En ella ofrece un nuevo marco para deberes y conductas alejado de la tutela de un dios veleidoso, un marco dignificado por la razón y abierto al común de los hombres. Entre las muchas máximas y dictados se incluye una proposición que me parece significativa porque marca con agudeza el punto de ruptura con la tradición escolástica y en la que se percibe de forma clara el acento de la modernidad. Se encuentra en su cuarta parte, a la que titula De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos. Allí la Proposición LXVII reza:

«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida».

Merecería la pena detenerse en la breve argumentación, que deja ver el tono riguroso y exigente escogido para su análisis. Siguiendo las pautas propias del discurso deductivo, la demostración remite a proposiciones anteriores (LXIII y XXIV) y a través de éstas a los postulados y definiciones iniciales en los que se describe con precisión conceptos básicos tales como afecto o pasión. Algunos encuentran este empeño racionalista impostado y cómico, mientras que debe ser entendido como testimonio de una deuda explícita con la razón clásica, a través de su expresión más conspicua, la geometría euclídea.

Ya fuera por su estilo o por el esfuerzo dedicado a abarcar en un sistema integrador las claves filosóficas del pensamiento moderno, la obra encontró en Einstein a un encendido admirador. Ya en 1920 le dedicó un poema; posteriormente su artículo Religión y ciencia, hacia 1930, situaba a Spinoza como uno de los mediadores en el tránsito de una religión del miedo a una religión moral; pero fue un poco después cuando se afirmó en su singular credo: «Creo en el Dios de Spinoza, que nos revela una armonía de todos los seres, y no en un Dios que se ocupe del destino y de las acciones de los hombres».


Con encanto


Zugarramurdi, 400 años, vale. Pero, exactamente, ¿qué es lo que se celebra? Pues que hace cuatro siglos, 31 vecinos de la localidad fueron requeridos e interrogados por el Santo Oficio con su reconocida brutalidad y contundencia, y que como consecuencia 11 de ellos fueron conducidos a Logroño para ser ajusticiados en un ejemplar e infame Auto de Fe. Con los actos programados parece que se pretende llevarnos a ciegas de la conmemoración a la celebración, y de la celebración al festejo. Puestos a festejar, la autoridad debería hacer saber, como es su cometido, por qué tan trágicos sucesos merecen, no ya su justa rememoriación, sino ese estúpido despliegue lúdico y esa sibilina envoltura pedagógica. Frente a una asunción de la memoria como gente adulta y sabedora de la historia, se opta con demasiada frecuencia por fórmulas doctrinales que disfrazan su arrogancia, por no decir su desvergüenza, con un trato infantil. No digo yo que no sea sabia actitud, para distanciarse del horror, enmarcar histórica y culturalmente el evento. Es verdad, ha pasado mucho tiempo desde entonces. Pero hemos ido viendo cómo se han prodigado gestos hacia abusos de épocas incluso anteriores, ya sea la expulsión de los judíos o la colonización de tierras americanas, sin que similar trato alcance a este pequeño pueblo. Ya es mal síntoma que ellos hayan decidido hacer de las huellas del horror un turbio negocio. Dejarse colgar, por el beneficio de salir a puja y comercio con marca propia, el sambenito de Pueblo de brujas, dice poco del actual vecindario y de su interés en el reconocimiento del injusto trato infligido a sus antecesoras, a las que se arrincona con desprecio tras un remoquete infame, a sabiendas de que esa marca dejará en el pueblo algún dinero. A nadie se le ha ocurrido sugerir un acto de desagravio por aquel atropello, ni una fórmula de reparación moral que haga ver la injusticia con la que se obró y los abusos que se cometieron. La institución que instigó la tropelía sigue viva e incluso goza de cierto ascendente moral entre estas gentes, pero no parece querer verse involucrada en una conmemoración que le afecta directamente. Al menos convendría que hiciera saber a los vecinos si por la exaltación de la fe estaría dispuesta a repetir ese escarmiento o auto por el que ardieron en la pira algunos de sus ancestros. Las tradiciones son también las personas injustamente perseguidas y desfiguradas por la historia, máxime si nos son tan propias y próximas. Aquí tocaba ahora defender la libertad de creencia y la convivencia vecinal, y hubiéramos ligado la tradición a algo realmente moderno.
Respecto a los fastos, poco que decir. La ominosa página se salda con un museíllo nuevo y, dentro de él, con una recreación de aquella época dibujada con aires goyescos, escenografía con toques esotéricos, mucho filtro de herbolario y la magia transgresora de los ungüentos. Los buenos espectáculos han dejado de ser litúrgicos y para ser atractivos han de contar con el sexo. Ahí se retoma la fiesta y se recobra el espíritu del akelarre, la libre concurrencia a ciegas, con notas de zoofilia y algún otro pedal o enganche. Esta vez no habrá víctimas, más allá de las colaterales. Para vestir toda esta farsa, sayones de modista, coros y oficios de la época, queso y biricas a buen precio, y al final desfile de penitentes a modo de pasacalles. Y en esa morbosidad romántica, que goza hoy de tan buena venta, va el paquete turístico envuelto, con el patrocinio de nuestro gobierno y con un poderoso cabrón como anagrama, sin que a nadie tamaño guiño ofenda.


viernes, 5 de febrero de 2010

Sabemos qué aliño le pones, perillán


Tras un mes a la carga desde estas páginas, y por ir abreviando, veamos cómo funciona esto: En cuanto avistamos un problema, siempre y cuando no sea demasiado candente, lo tanteamos; con más mimo del que a menudo merece, procedemos a un examen rigurosamente analítico; tras él aparecen las dudas, en las que distraemos el problema hasta darle una resolución sintética con abundantes licencias poéticas. El truco se resume fácilmente: Cuando tengas un problema, recuerda que donde no llegan tus soluciones, llegarán al menos tus metáforas y con ellas tus torpes explicaciones parecerán definitivamente otras.

jueves, 4 de febrero de 2010

La ciudad, camino del Paraíso



A mí Pamplona me sigue trayendo a la memoria los versos que en su Paraíso dedicó el Dante a la vieja Florencia: «Dentro del antiguo cerco de sus muros, donde aún sigue oyendo tercia y nona, vivía en paz Florencia, sobria y púdica». Convendría añadir que este tercer libro de la \textit{Divina Comedia} se escribió en torno a 1315, mientras que el auge y apogeo de la gloriosa república, cuyos monumentos y obras admiramos, llegarían en siglos posteriores. Dante, que vislumbraba un porvenir marcado por tiempos aciagos, no podía sino recrearse en la imagen de una plaza medieval y casi angélica, reflejo de esa Jerusalén gótica insistentemente reclamada por el cielo para gloria de sus patriarcas y con desprecio de su parroquia.

Así quiere ser también la nuestra. Muy noble y leal plaza, donde los muros como en Jerusalén se veneran, donde los santos marcan la senda recta a las gentes y a las bestias, donde gremios y artesanos desfilan amedrentados como sombras, donde los tribunos se curten en el despiece del erario y los consejeros despachan los favores de palacio. Rige en lo más alto de él una astucia vaticana, animada a partes iguales de curiosidad y malicia, ante la que vamos reculando día a día, camino del abismo, hacia los fosos. Su tropa, tan guerrera como presa de fervor divino, recorre las calles enardecida, en patrullas y procesiones, y dueña desde siempre del castillo sigue fiel a su insensata victoria. Y así, mientras parte hacia el Paraíso con su vanguardia de arcángeles, el resto de la ciudad definitivamente se ignora.


Posdata: [1] Canto XV, vers. 97-99.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Los dineros del sistema


Tras una hora de espera, el jubilado llegó a la ventanilla de la Caja, recogió su parva paga y volvió emocionado sobre sus pasos siguiendo la larga cola. Le acompañaba su nieto, un chaval despierto pero que no parecía mostrar demasiado interés por todo aquello.

—Dejé aquí mi dinero hace ya unos años, y mira— le contaba sacando un billete de diez de una enorme cartera— todavía les quedaba algo.

—Abuelo, que eso es de jubilarse, de lo que paga el sistema— le respondió el muchacho con indulgencia. El hombre le miró con cara de repentina extrañeza.

—¿Qué sistema?— preguntó sorprendido, y sin recapacitar demasiado continuó —Bueno, da igual. Pues todavía le quedaba algo de lo mío a ese sistema.

Tan animado estaba con su dinero que a las puertas de la entidad la euforia pudo con él y el jubilado se vino abajo. No pudiendo hacer nada por evitarlo, el nieto trató de acomodarlo en el suelo, colocándole la cartera bajo la cabeza. Al verla, empezó a sentirse apremiado por una angustia tremenda.

—Vuelve luego y diles que te den todo lo que aún tienen mío ahí en el sistema— le pidió. Al momento, su rostro se quedó pálido, carente de expresión, como sin vida.

—Bien, ya les diré— añadió el nieto intentando reconfortarlo.

El patriota compasivo


No sé cómo se verá este asunto, pero creo que el patriotismo es un signo de flaqueza. Johnson, con tintes gruesos, lo calificó de «refugio de los canallas». Otros hilan más fino y lo revisten con el manto de la fidelidad, lo que sigue siendo un ingenua estrategia para esconder falsos argumentos. Rebajemos esa fidelidad de la escala colectiva a la individual y veremos lo complicado que resulta descifrar a qué o a quién se la debemos. Las encuestas, siempre atentas al magma social, dicen aquí lo que es de cajón, a saber que las fidelidades, cuando la población es nutrida, están muy repartidas. No pocos echan mano de la razón para hacer del esfuerzo común una suerte de bandera, pero ni siquiera hablan de solidaridad, que sí tiene en la razón su raíz, sino de sangre y territorio.

La realidad cotidiana nos muestra que más persistente e incluso más común que ese empeño en la fidelidad única es el conflicto de fidelidades, al que casi nadie logra sobreponerse y que es signo inequívoco de la flaqueza en que se sustentan. No faltan quienes prueban a poner algo de razón en el marco estricto de su fidelidad, y hasta unos pocos defienden en la fidelidad una virtud razonable. De estas dos alternativas, la última parece cuestión de fe, pero la primera a lo sumo llega a voluntad pacífica. Si no fuera por el dramatismo que impone a nuestras vidas, este del patriotismo es un asunto que debería invitar antes a la mutua compasión que a la razón y, desde luego, que a la pasión bruta. Decía Santayana: «Un hombre que sea justo y razonable debe hoy día, en la medida en que se lo permita su imaginación, participar del patriotismo de los rivales y enemigos de su país, un patriotismo tan inevitable y conmovedor como el suyo». Subrayemos la premisa de «en la medida que se lo permita su imaginación», porque gracias a ella podemos imaginarnos aflorando en un lugar o en otro, como si nuestra sangre hubiera encontrado su razón de ser no en el manantial de procedencia sino en la extensa red de vasos comunicantes por la que circula. Bastaría este convencimiento para sacarnos del patriotismo pasional e imaginar una pasión por todos compartida.


martes, 2 de febrero de 2010

Newton en su envés


Keynes no pudo asistir al homenaje a Isaac Newton organizado en 1946 por la Royal Society of London con motivo del tricentenario de su nacimiento. Murió unos meses antes. Su alocución, Newton, el hombre, hubiera causado sensación en una academia que veneraba a Newton como al gran maestro. En ese escrito Keynes rechazaba de plano esa romántica imagen tan extendida de héroe de la revolución científica. Lo hizo a partir de unos manuscritos, guardados desde 1696 en una caja y hasta 1936 desconocidos, que él mismo adquirió ese año en pública subasta en Shoteby. Con ellos como prueba, Keynes desvelaba la indiscutible importancia que en la obra filosófica de Newton tuvo su condición de teósofo hermético y decidido alquimista, y lo hacía en los siguientes términos:

«Newton no fue el primero de la era de la razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que los que empezaron a construir nuestra herencia cultural hace algo menos de 10.000 años».

Son palabras firmes y rotundas, que no buscaban desautorizar al autor de las leyes del movimiento. Más bien querían devolverlo a su ámbito intelectual natural, restituir por completo su legado y sacarlo de la hagiografía científica. Para los lectores y devotos del nuevo Homero de la filosofía parecía un agravio que su homenaje sirviera para cuestionar de forma tan drástica su figura. Aún resonaba en los oídos de todos el solemne epitafio de Pope: «Dios dijo: '¡Que sea Newton!' y todo fue luz».


Catálogo de la subasta en Shoteby
Su biografía, sin embargo, no concuerda con la idea persistentemente mantenida de una dedicación restringida a la filosofía natural, al modo en que hoy se curten los especialistas científicos. Hacia los 24 años Newton ya había cerrado un ciclo de grandes descubrimientos (cálculo de fluxiones, ley de gravitación universal, teoría de colores y de la luz). Cuando más tarde publicó sus Principia Mathematica apenas tuvo reparo en afirmar que la idea de gravitación era de cuño pitagórico y en su Optica veía la descomposición de la luz blanca en su espectro como una empresa propia de la alquimia. Ver a este riguroso puritano y sorprendente hereje despojado de cualquier connivencia religiosa o hermética es un fraude demasiado burdo como para poder ser aceptado. Deducir que sus hallazgos matemáticos deben ser contemplados a la luz de su posterior reconstrucción del Templo de Salomón —o de su afinidad arriana o masónica— sólo tiene algún sentido cronológico. Con mayor acierto Keynes en su fallida alocución caracterizó su compleja personalidad como albergando a «Copérnico y Fausto en uno».

Posdata: http://www-history.mcs.st-and.ac.uk/Extras/Keynes_Newton.html

lunes, 1 de febrero de 2010

Privacidad y publicidad


La muerte de Salinger nos trae la recuerdo aquella declaración donde afirmaba «Hay una paz maravillosa en el hecho de no publicar. Editar es una terrible invasión de mi privacidad». Su renuncia pública fue tan notoria y singular, que debería ser señalada como colofón imprescindible de la obra editada y añadida como razón de peso para inscribirlo en la reciente historia de las letras. Lo dijo en una entrevista a The New York Times en 1974. Le pedían que rompiera su silencio literario que duraba desde 1965. En alguien tan aclamado la confesión suena veraz, por lo que tiene de innecesaria. En otro quizá fuera un subterfugio con el que disimular sus flaquezas literarias. Pero en los tiempos que corren, con Internet como canal de publicación de vocación universal y permanentemente abierto, son palabras que por lo menos invitan a la reflexión. Nos hemos acostumbrado a ver al que escribe con sus palabras prendidas al pecho como el que luce medallas por su raro virtuosismo. Que alguien —aunque para él rigieran tiempos menos virtuales— decida enmudecer y continuar escribiendo para sí, confirma un modo de entender la escritura bastante distinto. Realmente, más allá de lo que uno hace para sí comienzan las dudas y nadie sabe decir a qué viene lo de fijar por escrito y publicar la propia memoria, ni siquiera si es necesaria. Tampoco fabular para sí mismo está exento de peligros. Sin embargo, es probable que el desapego a la memoria publicable nos mantenga más próximos a la continuidad de las emociones. Convertidas en un hilo, uno se hace a administrarlas y a restringir celosamente su ámbito (o simplemente a negarlo), como si conducirlas fuera el único modo de conducirse a sí mismo sin perderse y sin perderlas. Por ahí veo la respuesta de Salinger. Es sintomática esa alusión a la privacidad como cocina mayor, pero también única, de la expresión escrita. Y la denuncia de la persistente gravidez del lenguaje, de esa memoria compartida, con su terrible carga de publicidad, sobre nuestras emociones más íntimas.