Decir que nuestros consejeros personales de juventud se guiaban más por los dictados del Breviario romano que por las máximas de los clásicos o de los filósofos, no pretende descalificarlos, simplemente atiende a la realidad. Realidad de la que nos apartamos un día en busca de una verdad que nos permitiera ir al encuentro de nuestro mundo. Había para ello que extraer de ese dominio de lo romano una ética servible. Una ética analítica que afrontara la complejidad de los sentimientos humanos y que no se viera encerrada en el discurso restringido de la salvación.
Con destreza impecable y con minuciosa utillería lógica, Spinoza se puso en su día a la misma tarea. La Etica demostrada según el orden geométrico se publicó en 1677 tras su muerte. En ella ofrece un nuevo marco para deberes y conductas alejado de la tutela de un dios veleidoso, un marco dignificado por la razón y abierto al común de los hombres. Entre las muchas máximas y dictados se incluye una proposición que me parece significativa porque marca con agudeza el punto de ruptura con la tradición escolástica y en la que se percibe de forma clara el acento de la modernidad. Se encuentra en su cuarta parte, a la que titula De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos. Allí la Proposición LXVII reza:
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida».
Merecería la pena detenerse en la breve argumentación, que deja ver el tono riguroso y exigente escogido para su análisis. Siguiendo las pautas propias del discurso deductivo, la demostración remite a proposiciones anteriores (LXIII y XXIV) y a través de éstas a los postulados y definiciones iniciales en los que se describe con precisión conceptos básicos tales como afecto o pasión. Algunos encuentran este empeño racionalista impostado y cómico, mientras que debe ser entendido como testimonio de una deuda explícita con la razón clásica, a través de su expresión más conspicua, la geometría euclídea.
Ya fuera por su estilo o por el esfuerzo dedicado a abarcar en un sistema integrador las claves filosóficas del pensamiento moderno, la obra encontró en Einstein a un encendido admirador. Ya en 1920 le dedicó un poema; posteriormente su artículo Religión y ciencia, hacia 1930, situaba a Spinoza como uno de los mediadores en el tránsito de una religión del miedo a una religión moral; pero fue un poco después cuando se afirmó en su singular credo: «Creo en el Dios de Spinoza, que nos revela una armonía de todos los seres, y no en un Dios que se ocupe del destino y de las acciones de los hombres».
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