La palabra container llegó al mercado lingüístico cuando se quiso poner algo de funcionalidad en los fletes y mercancías navales. Grandes cajas metálicas se empezaron a alinear en los antiguos muelles a la espera de que las grúas trastearan con ellas hasta las bodegas. Pronto, entre estibadores y gruistas, la voz original pasó a convertirse en contenedor. Y en esta renovada versión el concepto ha acabado teniendo mucho más largo recorrido. Un contenedor puede ahora ser desde un cazo a una habitación. En sí mismo el contenedor actual es un concepto tan amplio que se podría calificar de adaptativo, al recibir esa bendición semántica cualquier objeto que cumpla funciones de contención. Pero si hubiera que describirlo en su nuevo giro, más que sus posibilidades de contención debería señalarse su hermetismo, esa capacidad para crear en su interior microambientes fácilmente dominables.
Realmente no hay nada de casual en el traslado a nuevos dominios de este instrumento portuario. Ha correspondido a las administraciones públicas el sospechoso papel de irnos metiendo la palabra contenedores, mientras iba promocionando nuevas posibilidades para estos cajones. Podría hasta pensarse que su elección responde figurada o realmente a un intento de forzar acciones que creen un orden social más operativo. Solo así se explica que se haya elegido a las escuelas como base del experimento. En sus patios hemos venido asistiendo de un tiempo a esta parte a la instalación de cómodos y funcionales contenedores escolares. Con este eufemismo nos referimos a los barracones destinados a descongestionar las anticuadas aulas. Si nos asomamos a su interior vemos que todo busca la funcionalidad, aun a riesgo de hacerlos inhabitables: sillas y mesas sólidas, y sólidamente ancladas al suelo, componiendo con sus 50 unidades un acabado diseño; paredes de fantasía con ventanas, aunque sin vistas; un gran termómetro digital y a su lado una corneta, para tocar en caso de que el calor reclame la emergencia; sólo se echa en falta alguna cámara que mantenga a la autoridad al tanto de cualquier desorden entre el personal almacenado. De parecido diseño pero a otra escala y con diferentes acabados ha ido apareciendo en catálogo toda una línea de contenedores académicos. Hay aularios e institutos avanzados, fórmulas públicas y mixtas, invenciones y sinergias pensadas para los distintos niveles y titulaciones. Por haber, hay contenedores hasta con proyecto de investigación incorporado, que se ofrecen llave en mano y con los trabajos en estado embrionario, prestos a desarrollarse con su benéfico flujo en tierras estériles y mentes desoladas, ajenas aún al porvenir de la ciencia. Con un lote surtido de estos contenedores, los fabricantes vienen ofreciendo últimamente imaginativas combinaciones que, por su estampa monacal al diseminarse en un prado, las autoridades adquieren al precio de universidades. Llevadas por su compromiso constante con el votante, las autoridades han solicitado soluciones similares para el sector de la cultura. Su intención es mantener el orden social alcanzado en el ámbito educativo, atrayendo hacia este tipo de reductos a la mayor cantidad de público posible con espectáculos muy golosos. Para satisfacer esta pasión hacia las bellas artes, inducida tempranamente por los educadores, se han diseñado los contenedores culturales. Es una nueva línea de producto con la que se culmina el programa Aprendo y me educo como ciudadano, que había arrancado con las soluciones escolares y continuado con las académicas. El propósito cultural obliga a dotar a estas unidades ---como es lógico algo más sofisticadas--- de condiciones ambientales un poco más relajadas que las de los anteriores a fin de facilitar un climax creativo.
Frente a planes tan prometedores, la experiencia nos viene enseñando que estas fábricas de educación y orden mental y funcional actúan como un hermético hervidero. Un poco ajenas a este hecho, las autoridades confían ciegamente en los contenedores como instrumento de intervención social, en vista de los resultados previstos a futuro por los sociólogos garantes del producto. Consuela pensar que algún día necesitarán votantes y deberán dirigirse a los contenedores a pedir el voto. Y al abrirlos descubrirán fulminados la alta capacidad destructiva de la energía allí contenida. Eso a menos que los abandonen a su suerte y se atrincheren en sus cómodos y transparentes contenedores electorales, o que pidan directamente el voto desde el interior de sus urnas.
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