miércoles, 31 de marzo de 2010

Falsas filantropías


Un biógrafo de Gustav Mahler, Henry-Louis de La Grange, califica a su mujer Alma de cruel y ofrece como prueba: «Le gustaba ayudar a la gente, pero sólo cuando la gente no la necesitaba». Acostumbrados a hacer del socorro una actitud incuestionable, sorprende traerlo a su punto menos inocente. En términos materiales ayudar a quien no lo necesita es un gesto inútil, incluso un despilfarro. Absortos en lo material y en lo gratuito del gesto, se nos olvida con facilidad la asimetría que genera. Como la iniciativa parte del que ayuda, ese gesto inútil es en realidad un modo sibilino y útil de colocar a la contraparte en inferioridad. La maniobra será tanto más humillante según sea el grado de asimetría y de publicidad logrados. La fórmula está sumamente extendida y las partes en cuestión pueden ser incluso países. De hecho es práctica de uso común en política internacional, y un modo habitual de desprestigiar o menoscabar gobiernos, con un coste final generalmente nulo.

martes, 30 de marzo de 2010

Gimnasia y amnesia amorosa


Por el amor amnésico se vienen pagando precios de escándalo, que sólo son posibles gracias al importante ahorro experimentado en el capítulo de promesas. La orientación del mercado es clara: Corre, no lo dejes para mañana, que el amor se acaba. Compra, aunque la gimnasia erótica te canse; y vende a buen precio tu éxtasis, antes de que te llegue la amnesia.

lunes, 29 de marzo de 2010

La llamada de la trompeta


Hablar de música sinfónica parece ser hablar de Haydn o de Beethoven. Decir de una sinfonía que debe cumplir alguna función musical es remontarse a sus orígenes. Proponer instrumentos solistas por encima del juego de las cuerdas dejó de ser frecuente tras el concerto grosso. Retomar en las trompetas el antiguo aire de fanfarria quedó como un gesto altisonante ante las restantes voces sinfónicas.

Pero cuando una sinfonía sirve como pasatiempo de entrada a la acción dramática, a nadie extraña que el movimiento final sea un toque de llamada y que se recuperen para la ocasión los agudos metales. Henry Purcell mantenía estas costumbres y hay actos en su última ópera, The Indian Queen, que valen como ejemplo. Quiero recordar el allegro con el que finaliza la sinfonía introductoria del segundo acto, un momento especialmente inspirado para las trompetas.

La melodía se inicia con el diálogo de las cuerdas. A la exposición de los primeros violines sigue la réplica fugada de los segundos. Pasa después por las violas y alcanza imponente volumen al entrar en las cuerdas bajas. En la impetuosa y vibrante ola que se levanta encuentran apoyo las trompetas, asomadas desde lo más alto en su llamada. Desde ahí proclaman el tema a los cuatro vientos, lo matizan en su juego con las cuerdas y lo dejan por último al cuidado de los óboes. De ese rescoldo surge un cálido unísono y una despedida alternada de vientos y cuerdas. Total, 41 compases destinados a la recreación de un instante. Ese instante podría resumir el imparable ascenso de la sinfonía. En ella el toque osado de las trompetas suena a efímera victoria frente a la creciente llegada de las cuerdas. Quedan los metales, pues, muy lejos de aquellas fanfarrias dominantes e insolentes. El difícil trance del encuentro se acaba ahora resolviendo concertadamente, hay incluso un último y amistoso abrazo de las voces y la despedida de las trompetas que se alejan.


English Baroque Soloists, J. E. Gardiner
Erato, Grabación 1979

domingo, 28 de marzo de 2010

Mínima 6


Alumbrando portentos, monstruos y demás ocurrencias, a la par que se excita, el ingenio por completo se ciega, sin llegar a ver la necedad, la arrogancia y toda la sombra que a su alrededor genera.

sábado, 27 de marzo de 2010

RAE 2010 enmudece



El reluciente autómata de la academia, un RAE 2010 llamado a añadir si cabe mayor esplendor a la institución, se quedó el otro día perplejo. Fue el mismísimo Maimónides el que tras acudir en su ayuda, descubrió en su complejo entramado conceptual un fulminante cortocircuito. El incidente sobrevino cuando el androide se exhibía ante el pleno de la academia ofreciendo sin desmayo respuesta a cualquiera de las voces autorizadas por el diccionario. Sin pestañear, obviamente, evacuaba información sobre la palabra demandada, así como de las que de esta derivaban. El juego, algo estúpido, imponía a los académicos vocear la palabra. Recibían entonces, a plena pantalla y en el fondo de la sala, la imagen de un denso árbol inverso con las ramas generadas al reiterar la demanda de definición a través de las derivadas hasta descender diez niveles. Potencialmente el invento permitiría hasta cincuenta, pero Maimónides alertó sobre el riesgo de que, en tiempo de pruebas, tanta avidez condujera, como dicen los informáticos, a un dramático colapso. Corría el turno, y alguien sin mayor malicia exclamó con ese aire retórico del regusto de los académicos: «Ejercicio magistral». A partir de ahí el autómata mostró un semblante sombrío y, como si hubiera sido avergonzado, enmudeció. Ante el revuelo e incomodo en los sillones de las letras, Maimónides se vio obligado a explicar que la red semántica solicitada con la palabra podía entrar en ciclos como en trampas y que de caer a uno de estos abismos, el androide quedaba atónito y perplejo. Para subrayar la explicación apuntó a pantalla, donde una rayita ligaba dos nodos en los que se leía:

Ejercicio 1. m. Acción de ejercitar o ejercitarse.
Acción 1. f. Ejercicio de la posibilidad de hacer.

Como en un campaneo insistente, ejercicio llamaba a acción y acción a ejercicio, sin que el autómata pudiera recurrir para salir de su letargo a su inmenso caudal de saberes y sin que las redes le pudieran aliviar de ese péndulo maldito. Con el salón ya vacío y próximo a ser desconectado, en el aire quedaban sus destellos, toda su labia y su fabuloso despliegue de ecos. Atrás quedaba y ya nada valía todo ese dominio conceptual con el que, unos segundos antes, se exhibía ante el mundo de las letras. Finalmente Maimónides se acercó al interruptor zaguero y procedió. La imagen en pantalla se esfumó, apagó las luces del salón de actos y lo abandonó.

viernes, 26 de marzo de 2010

Inspiración y arrebato


Coro das Musas (Torre de Palma, Vaiamonte, Monforte, Portugal)

En opinión de las musas, herir poetas requiere siempre buen tino. Si les hieres en el pecho, gimen con ardoroso canto. Pero si, por un tonto desliz, les aciertas a otra altura vendrá el temible arrebato. En este punto el manual es claro y explícito: apúntese bien, no sea que buscando que la inspiración prenda se acabe atizando la locura. Hasta los gestos pueden confundir al observador, porque en ambas suele haber enajenación y desmesura. Como el arrebato ofrece a la musa más amplia diana que la inspiración, es posible especular por dónde se saldrá de tono el poeta. Si se duele herido de la cabeza aparecerá vocinglero y desesperado, si del estómago avinagrado y sarcástico, si de la entrepierna incontinente y furioso. Y sin embargo, ninguna de estas sería la peor de las heridas. No hay arrebato más triste y odioso que el del poeta que, mirándose terco y ensimismado al ombligo, dice sentirse inspirado.

jueves, 25 de marzo de 2010

Disección de una máxima


Como quiera que venimos últimamente un poco chamfortianos, éste puede ser buen momento de reflexionar sobre el valor de las máximas, agudezas, dicterios y demás fórmulas lapidarias. Camus aprovechaba un prólogo a Chamfort para denunciar en este tipo de oraciones una artificiosidad que acaba dando a la construcción final un aire amañado y falso. Señalaba como origen del amaño las oposiciones conceptuales, de las que decía que jugaban un papel casi algebraico, y apuntaba en esa tendencia a autores como La Rochefoucauld, exculpando de la misma a Chamfort. A mí también me parece que la máxima es una figura del lenguaje refinada, un tropo venido a más, pero hueco finalmente, al que el lector con su mejor intención ofrece el oportuno relleno. Para ahondar hasta donde haya hondón, voy a tomar una máxima, a modo de juguete, para ir forzando posibles interpretaciones y proyecciones morales según distintos gustos. Empecemos, pues, por fruncir el ceño y proclamar:

Lo que los cielos hacen y las mujeres rehacen, los hombres deshacen.

Todo el mundo capta el juego de los ‘haceres’, hasta el punto de lamentar la falta en el diccionario de otros modos con los que alargar un poco más este ‘pensamiento’. Otros lectores, más ideologizados, apreciarán la nada sutil coz lanzada al morro de los hombres. Inteligente salida, dirá ella. Pero basta invertir los opuestos para obtener la doctrina contraria.

Lo que los cielos hacen y los hombres rehacen, las mujeres deshacen.

Sobrio, pero machista. Y el juego puede continuar sin más que alternar posiciones y sacar a los ‘cielos’ de sus alturas.

Lo que las mujeres hacen y los hombres rehacen, los cielos deshacen.

Aquí el dictado es casi bíblico, sólo falta el diluvio o directamente el fuego. Faltarían por vía combinatoria otros tres casos para completar las 3!=6 posibilidades, pero no entraremos en ellas, porque no añaden nada nuevo. En todos los casos la combinación se amolda estrictamente a la estructura

Lo que los _A_ hacen y los _B_ rehacen, los _C_ deshacen.

Lo primero que se aprecia es que los verbos parecen marcar las tres casillas con una carga denotativa. En la interpretación más simple A sería el árbitro, B sería el bien y C sería el mal. Algo así como Dios, Abel y Caín. No obstante, la estructura puede dar acomodo a otras modalidades más festivas, que buscan simplemente una alegría a costa de C. Pensemos, por ejemplo, en la tríada formada por griegos, franceses e ingleses. Llevado el esquema a otros ámbitos, las consecuencias son también sorprendentes. Uno puede jugar con la tríada formada por el creador, el gestor y el consumidor, para darle a la tontería lustre economicista. O acudir al teatro y disponer a autor, director y actor en la posición que uno guste para ensalzar o denostar a conveniencia.

El asunto da para muchos matices que dejo para otra ocasión. En el esquema presentado, el uso del singular podría dar lugar a cambios, pero seguramente sería la alteración del factor temporal con los tiempos verbales, la que ofrecería mayores sorpresas. Evidentemente fórmulas literarias de oposición semejantes a la de este esquema serían el inicio de nuevos análisis, y hasta de una tesis. Que con menos que esto se empieza.

miércoles, 24 de marzo de 2010

El servidor


Cuando se le preguntó al portavoz si le parecía propio que el mismo día de su coronación el monarca se declarara el más fiel servidor de la  res publica, contestó con indulgencia: «En los errores eminentes no consigo ver desdoro sino llaneza».

martes, 23 de marzo de 2010

Candidato al Plinio del año


La prensa nos trae puntual noticia de un acontecimiento natural digno de reseña. En un espacio completamente blanco, la tierra intenta asomar cabeza y emerge para liberarse de los hielos perpetuos. Oculto bajo el viejo glaciar se encuentra el macizo volcánico de Eyjafjalla, que lleva camino de verse recrecido. Por los medios de comunicación nos llegan algunas imágenes de la erupción, subrayadas en algún caso con apoyos verbales rocambolescos: "Hace dos días la tierra rompía aguas en Islandia para dar a luz en pleno hielo otra preciosa isla". Inmejorable ese toque cálido y familiar, aunque no del todo riguroso. Así que vayamos a la candidatura.


A diferencia del pico Sarychev en las Kuriles, por poner un caso de relumbrón que el año pasado ganó el Plinio a la mejor erupción*, aquí la combinación de elementos básicos resulta del todo novedosa, lo que hace plausible su candidatura al de este año. En esta erupción el aire y el fuego siguen presentes, pero sólo el hielo es visible ocultando los restantes elementos, agua y tierra. Y es que, por encima de retóricas entrañables y de premios bobos, el espectáculo del fuego abriéndose paso entre los témpanos es memorable. Hay en él algo de candidez mancillada, de elocuente desgarro y también de voracidad y de furia. Las autoridades islandesas siguen con prevención la evolución de esta agresiva reacción de la corteza terrestre bajo el glaciar Eyjafjallajökull. Sorprenden unas circunstancias que no se daban desde 1821, pero se confía en que como en toda erupción la traumática fisura cicatrice, sea en blanco o sea en negro.

Posdata: [*] http://scienceblogs.com/eruptions/2010/01/the_2009_pliny_for_volcanic_ev.php

lunes, 22 de marzo de 2010

Un poco de árnica, por favor


En el aprendizaje del dolor –en el arte de convivir con el dolor, quiero decir- el manejo del árnica viene a representar un primer paso. Para el que lo da es como un curioso rito de bienvenida o de iniciación. Tantas virtudes promete el fármaco cuando te lo recetan que lo buscas con impaciencia y, una vez encontrado y enterado de que reside en planta, te detienes a contemplar su imagen en el Atlas Floral con sentida admiración. En la lámina vas descubriendo los detalles de uno en uno, como si estuvieras detenido ante el escaparate de los milagros. Todo son presagios: las hojas largas y lozanas, el botón floral dorado y tupido, el tallo despejado y aéreo, los capullos prietos. Este entusiasmado repaso afianza tu fe, y tu deseo, de que nada podrá superar todo ese poder lenitivo que anuncian oculto en sus principios activos y de que los beneficios pronto te serán pródigos. Raptados por la ilusión creemos entrever en el árnica un aura de belleza, un equilibrio indescifrable y señales evidentes de su intención benévola. Al final de todo este pasmo ves a la magia misma haciendo presa en los achaques y retrayendo con puntual diligencia tu dolor. Dolor al que nunca invitaste, al que tampoco conocías, que tanto se anuncia y que insiste en presentarse, ese dolor. Si despierto ya lo ves de frente, aprende a pedir árnica, como quien pide compasión. Si lo haces en la botica, recibirás el perfumado ungüento y te abrirás ancho camino a un sano futuro de pacientes friegas. Pero si lo buscas por los jardines frenético a cuatro patas, o lo solicitas a los paseantes entre ingenuo y compungido, añadirás a tu dolor mucha chanza de poco alivio, y te verás en escena como un renqueante actor que pierde el aire y el hilo ante la ingrata concurrencia.

Posdata: [*]- Árnica montana. Lámina de Bilder ur Nordens Flora (1901-1905) de C.A.M. Lindman.

Las dos últimas


A su mundo ya sólo le quedan dos palabras, sí y no, y ha decidido que suenen como balas.

domingo, 21 de marzo de 2010

El vídeo como hipótesis


En esa guerra titánica que de un tiempo atrás enfrenta a la inteligencia con la estulticia, se ha perdido hoy una batalla más. Poco ayuda el que de continuo se disfrace de inteligencia lo que no puede ser y lo que nunca ha sido. Esa desvirtuación empieza por confundirla con meros extractos de información masiva, por presentar como investigación lo rascado en los archivos o por esa tendencia a enmudecer ante el oráculo de los chamanes estadísticos. Aquella humilde clarividencia que nutría a  la inteligencia se bate ahora en retirada. Como síntoma está el error: nadie lo acoge con sencillez, como anuncio de nuevas luces. Lo que en su caso vemos es estupor y seguidamente pérdida de rumbo. No sabemos qué inteligencia miope decidió, ayer a la desesperada, alarmada por la magnitud de los efectos en prensa, que en vez de buscar la causa había que revolverse contra la lógica.

Creíamos estar al tanto de lo que es una hipótesis, y también de la lógica, que no entiende que aquella pueda personalizarse. Proponer el uso de personas, en unidades sueltas o en cuadrilla, como hipótesis de trabajo para abrirse paso a tesis y a sentencias, es como echar mano del cebo cuando se anda corto de pruebas. En este fraude de poder, como en otros, cuentan además con la definición académica, que entiende una hipótesis como la «suposición de algo posible o imposible para sacar de ello una consecuencia». A socaire de esta fórmula, aunque sea aberrante, resulta bien admitido que, si urge la consecuencia, convirtamos en posible lo imposible. Para ello se arrastra a los hipóteticos, se monta el espectáculo en vídeo y se exhibe como resultado para tranquilizar al público. Apuntados así con el dedo y, sin gastar ningún cartucho, se consuma el atropello y se confirma triunfante la tesis, aunque chirríe la lógica y se ponga a la inteligencia en entredicho.

sábado, 20 de marzo de 2010

Shen Zhou y el poeta


Poco sé del mundo chino. Sin apoyo en sus escritos, nos queda su caligrafía como una artística floresta que nos hace su cultura literaria casi opaca. Sí que he hojeado a Confucio, a Mencio, a Lao-Tse y a algún autor moderno. También he frecuentado el I Ching y alguna obra matemática. Pero no son experiencias que me sirvan de tanto como para llegar a saber. Detrás de las máximas magistrales, de los consejos venerables y de las historias ejemplares hay un mundo que me elude, que se me escapa. No creo que haya culturas impenetrables, creo que hay sentimientos que nos resultan poco familiares. Incluso la agudeza, que es universal, puede ser tan variable como la brújula y ofrecer manifestaciones chocantes, que apenas dejan entrever el norte que las maneja.

Del mismo modo que Mencio subrayaba la compasión como un rasero común, y la veía como el origen de cualquier posible ética, hay otros sentimientos a los que siempre se puede acudir, porque responden por todos nosotros. Hablaré un poco, pues, de la pintura a partir de una pintura. La dinastía Ming, que suele tomarse a muchos efectos como una referencia temporal en la historia de China, gobernó entre 1368 y 1644. No sé quién fue Shen Zhou,  que vivió en esa época alrededor de 1500, pero el otro día contemplaba por primera vez una de sus obras (porque quiero creer que me será dado conocer alguna otra). Se trata de un rollo de papel en el que, dibujado a tinta, se nos ofrece un paisaje que lleva por título `Poeta en lo alto de la montaña’.

Shen Zhou, Poeta en lo alto de la montaña (1496, dinastía Ming), 
The Nelson-Atkins Museum Art, Kansas City

El dibujo revela una gran sencillez, pero también absoluta destreza y libertad en el trazo, que algo tienen seguramente de la soltura caligráfica. Organizado el paisaje mediante una serie de volúmenes montañosos, su disposición deja entrever tantos rincones como planos. Los grises, en sucesivas aguadas, van velando las montañas para llevarlas a la lejanía. Pinceladas más firmes dan relieve y detalle del primer plano, allá donde se nos muestra la figura. Desde la bruma vemos levantarse los escarpes, marcados por desafiantes arbustos y rigurosos surcos, que llevan en volandas la blanca pendiente hasta las alturas. A un lado entre riscos, aparecen encajados los pabellones, confundidos con los pinos en la espesura.

Nada se nos dice de lo que llevó a la cima al poeta. Como ahí el cielo no se manifiesta, todo lo que vemos sirve de argumento al equilibrio: el hombre, la montaña, el bosque, la aldea. Quien interprete esa sintonía podrá acaso intuir qué fue lo que arrastró al poeta. No en vano, somos muchos los que, armados de palabras o sin ellas, intentamos encontrar equilibrio y llegamos hasta el borde del abismo solos. Porque no hay otro modo de reflexionar sobre las razones que impone la vida, ni mejor forma de liberarse de ellas, que llevarlas hasta la cumbre, para allí lograrlas ver, como quien extiende garabatos sobre la nada, como quien escribe sus versos en la niebla.

Primavera


Con lo que llevamos pasado en este sufrido invierno, parece más que oportuno que desde este almanaque avise, por si alguien sigue aún en su agujero, que hoy, 20 de marzo de 2010, a las 18h 32m hora oficial peninsular, con sol o con nubes, con lluvia o con tinieblas, se inicia la primavera en el hemisferio Norte. La nota, del Ministerio de Fomento, continúa señalando que durará 92 días y 18 horas, hasta el 21 de junio de 2010. Así que nos queda un rato.

viernes, 19 de marzo de 2010

Mínima 5


Una verdad con bajo coste personal deja de ser filosofía para convertirse en medicina.

jueves, 18 de marzo de 2010

El almanaque


En teoría, en un almanaque cabe tanto la información del día como retazos más o menos literarios tocantes a cualquier otra cuestión. La tradición manda que sea el calendario del año el esqueleto vertebrador de todo el conjunto, porque la medida del tiempo siempre se ha visto como el medio más eficaz para organizar y dirigir las tareas humanas. Esta vocación utilitaria está en el origen de su difusión y popularidad, pero el almanaque siempre mantuvo además una velada intención pedagógica. Articulado en torno a los días, el almanaque debe cubrir el año paso a paso a partir del primero de enero. Toma algo de la literatura de cordel, antes de verse suplantado por los periódicos diarios.

A la posición correspondiente de cada día en la semana y el mes se le suele añadir información astronómica simple, como los horarios del Sol y de la Luna, y en ocasiones los de las mareas. Es frecuente completarla con el santoral del día y, en la actualidad, con el Día Internacional del tema que toque. A partir de ahí la información puede ser todo lo amplia y variada que se estime oportuno. Lo primero que conviene mirar es al destinatario, y es que nunca pretendió ser lectura de gente ilustrada. Más normal es que sus hojas cubran aspectos y fechas de interés para ciertos oficios o empleos. No se escatimará espacio a los pronósticos del tiempo por venir, tanto de meses como de estaciones. A veces las previsiones anunciarán la calidad de las cosechas, en otras se atenderá lo que mejor sirva al ganado.

En las efemérides importantes se aprovecha para fomentar el espíritu, sea religioso o patriótico, con letras de himnos o canciones, mientras que en los días menos señalados el espacio se rellena con información de utilidad pública e incluso con algunos textos literarios. Abundan entre estos los breves, en forma de máximas o adivinanzas. En otras ocasiones son chistes y anécdotas, rara vez relatos, más bien cuentos siempre que sean cortos e instructivos. Todo esto es lo más común, pero hemos visto incluir en los almanaques hasta planos e instrucciones para el uso de maquinaria.

Atendiendo a estos principios, que son los tradicionales, no creo que mi propuesta desentone del todo. Es verdad que no me veo competente para dar la nota en agricultura, en ganadería y en muchos de los oficios, por no decir en todos. Con el santoral también soy parco, un poco menos quizá con la astronomía. Pero, a cambio, entiendo en un sentido muy lato eso de la utilidad pública. Por eso, en cuanto veo ocasión, aprovecho para ampliar y mejorar el repertorio de utilidades, con cierta predilección por las naturales y filosóficas. Tampoco me interesa coger de todos los palos y de todas las ramas. Al final lo que más me interesa es que a base de trenzarlas dé buena sombra la enramada. Y poder seguir a su abrigo, frente a mi teclado, el curso a los días dando la nota breve, por ver si sale algo útil de tanta elucubración aparentemente inútil.


Sinceridad obligada


-Te propongo que me seas sincero- le susurró al oído. A la luz cegadora del foco, atado de pies y manos, conectado a la infame tramoya, ¿quién querría, necesitaría o debería serlo?. Y si no importaba, ¿quién podría adivinar el mejor modo de parecerlo?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Forster en Paris


Tras despertar al mundo para una nueva era, la revolución francesa acabó como un sumidero histórico que no sólo arrastró hasta el pozo numerosas vidas, sino que truncó proyectos y relegó al olvido los esfuerzos y las obras de buen número de quienes la auspiciaron. Vemos en esa época a hombres de ciencia metidos de lleno en el centro del torbellino. Es el caso de Lavoisier, condenado a la guillotina en mayo 1794, unos meses después de haber intercedido por Lagrange, cuyo arresto como ciudadano extranjero (natural de Turín) se preveía inminente. Otros ilustres científicos como Laplace o Coulomb correrían parecida, aunque no tan dramática, suerte. Frente a este grupo, de los que podríamos calificar actores principales, tenemos en este drama otro de actores periféricos. A Georg Forster, que muere en París en enero de ese mismo año por causas naturales, habría que contarlo entre los de este segundo grupo. Como al otro Georg germánico, Büchner por más señas, su devoción revolucionaria le condujo a un punto irreversible. Sólo cuenta con 40 años cuando muere a consecuencia de un derrame cerebral en un lúgubre ático de la Rue des Moulins. Pero, ¿quién era este enfermo que se apagaba en solitario, mientras la calle vivía el fervor y el terror revolucionarios?

A Paris había llegado de Mainz dos años antes, como delegado de la república ciudadana constituida tras la entrada de los franceses. Meses después, el retorno de la coalición prusiano-austriaca a la ciudad lo convirtió en traidor y forajido, dejándolo aislado de los suyos y abandonado en tierra de nadie. En Mainz quedaban su mujer y sus hijos, pero también la universidad y su biblioteca, a cuyo asentamiento como director tanto había contribuido. Con nostalgia volverían también a su mente los seis años transcurridos en Kassel y en Vilnius, enseñando Historia Natural, en permanente correspondencia con los suyos, gente ilustrada como Lichtenberg, Goethe, Herder o von Humboldt. El naturalista que un día, a sus 22 años, fuera el miembro más joven de la Royal Society, languidecía ahora en una sórdida buhardilla, paralizado por el reuma. Cómo no recordar entonces los tiempos del Resolution y aquel camarote, donde él y su padre Johann Reinhold Forster viajaron, allá entre 1772 y 1775, entre privaciones e inclemencias, con el capitán Cook a las islas del Pacífico. Habían sido enrolados para la arriesgada singladura a instancias de la Royal Society como naturalistas de prestigio, para dar a conocer lo que en ese terreno deparara la aventura. Tanto el padre como el hijo, educado bajo su férrea disciplina de pastor luterano y prusiano, se aplicaron con oficio y precisión a la descripción y registro de todo el nuevo universo de especies descubierto en aquellas tierras remotas.

Su viaje marcó como ningún otro el signo de los nuevos tiempos y dio renovados aires a la botánica, la zoología y la geografía. Para Alexander von Humboldt, para Malaspina y su gente, y para el propio Darwin, el viaje de Forster era lo más parecido a un reto visible, pero sus trabajos fueron además el mejor punto de partida, porque Forster era un hombre versátil, capaz de desarrollar sus dotes analíticas en todas las disciplinas. La mejor prueba está recogida en la crónica de ese viaje, que bajo el título de A Voyage Round the World publicó dos meses antes de que Cook hiciese público su relato. En ella Forster no se limitaba a señalar las vicisitudes de la travesía, ni a dar cuenta de los descubrimientos botánicos y zoológicos, sino que ofrecía también interesantes y penetrantes observaciones y noticias etnográficas y lingüísticas sobre el mundo de aquellas lejanas islas. 


A la luz del candil, tumbado en el camastro, su mente seguía incesante y viajera por todo lo que un día conoció, desde su Dantzig natal y el Berlin de su adolescencia, pasando por la Polinesia, Londres, Kassel, Vilnius, Mainz antes de llegar a este oscuro y triste París. Suspiró fatigado,  atrás quedaba el mundo conocido, tan cálido, tan diverso, tan próximo, y llegaba otra vez el momento de adentrarse sin remedio en un nuevo mundo desconocido.

Posdata: [*] -Logo de la Georg Forster Gesellschaft

martes, 16 de marzo de 2010

Juicio rápido


Lo propio es dictar sentencia como quien la lanza a la escupidera y procurar al humillado pañuelo si en el rostro queda muestra. A la hora de escupir y sentenciar, la justicia debe mostrarse ante todo ciega.

Sentido común


No creo que sea de sentido común convertir al sentido común en una forma de intuición extraña al resto de los sentidos. Lo que se suele admitir como común a los que participan de ese sentido, que en principio son todos los humanos, es un difuso sentimiento de prevención ante la acción y cierta inclinación al equilibrio en el juicio. Pero su alta valoración no llega de su grado de difusión, sino del engañoso uso que de él se hace como palanca lógica de emergencia. Está a la orden del día entre los de la tribuna política apelar al sentido común, pero a nadie se le escapa que esa apelación se emplea como una astucia dialéctica para cerrar el debate sin ofrecer argumento alguno. En la aceptación de la trampa juega algún papel la creencia general de que con este buen sentido estamos ante un mínimo común lógico, que además de generalmente compartido está equitativamente distribuido. Todo el mundo es susceptible a este tipo de halago cuando, sin esfuerzo lógico alguno, se le hace dueño de una cuota, con la que no contaba, en ese generalizado y común sentido. Descartes abría su Discours de la Méthode acentuando esta presunción con un punto de ironía.

«El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, ya que cada uno estima estar tan bien provisto que hasta los que son más difíciles de satisfacer en cualquier otra cosa, no suelen ambicionar por lo general más del que poseen».

No creo que esa conformidad pueda ser vista como un argumento valedor del reparto igualitario. Más bien apunta irónicamente a la percepción general y complaciente de que estamos ante una dotación personal con la que llegamos de fábrica y de que, por ser algo natural y genuino, es inútil cultivarlo. En cualquier caso, sería este sentido el único que carece de órgano que lo respalde, y como tal el único también en el que no valen pesos ni medidas. Esto hace que, puestos a juzgar su valor, no falten quienes se prestan a un juicio dicotómico y totalizador: de tener algo se tiene todo, apareciendo todo el que nos replica como carente de sentido. Lo vemos a diario, porque abundan los que se valen del sentido común para arrogarse sensatez y autoridad, aun a costa de degradar definitivamente la dialéctica. Pero no es cuestión sólo del oportunismo con que se invoca, está además ese peligroso afán, nada disimulado, por acogerse a un discurso que aprovecha la descalificación como argumento y que abiertamente renuncia al examen de matices. Y, por si no fueran sospechosas estas maneras, está la solapada pretensión de utilizar el sentido común para atraer la lógica al discurso de las creencias. Afortunadamente la lógica se afana de momento en el terreno del conocimiento, sin que nada le impida acercarse con resolución al examen del sentido común. Y ningún lógico cree útil convertir en caballo de Troya de alguna fe intocable lo que parece una sugerente y prometedora caja negra común con conexiones en nuestros cinco sentidos.

Posdata: [*] Caricatura de Caricature Zone.

domingo, 14 de marzo de 2010

Castrum Euclidis


Metida entre las hojas de un antiguo cuaderno encontraba el otro día una fotocopia cuidadosamente doblada. Cuando la desdoblé, descubrí lo que parecía ser un extraño plano, con una enigmática leyenda debajo: Castrum Euclidis. No presentaba signos ni otras anotaciones, pero correspondía, hasta donde pude recordar, a un libro de Benno Artmann. Según creo, el propio escritor era también autor del plano, que me pareció un apresurado apunte, probablemente tomado del natural. Aunque en su día no le presté demasiada atención, un examen más detenido me hacía ahora sospechar que detrás había algún extraño y ruinoso monumento apenas visitado. Decidido a comprobarlo, al día siguiente emprendía, papel en mano, una fatigosa búsqueda. No me fue fácil llegar hasta él, pero, a partir de ahí y con ayuda del plano, fui recorriendo deslumbrado todas sus salas, patios y estancias. De la impresión general y algunos detalles del recorrido paso a dar cuenta en las siguientes notas.


"Aupado en una despejada colina, con perfecto dominio y visión del territorio, se levanta Castrum Euclidis. El castillo data de épocas muy remotas y presenta un perímetro defensivo que ha conocido a lo largo de tres siglos diversas ampliaciones. El aire es más de palacio que de fortaleza, lo que corresponde mejor a su condición de guardián de valiosísimas verdades y secretos. Dotado de dos puertas principales, la de la Aritmética (7) y la de la Geometría (1), cuenta también con un curioso pasadizo secreto (14) de más reciente factura para salir fuera del acotado".

"Sobre su fundación los estudiosos apuntan al siglo VI antes de nuestra era. Cuentan que fue Tales el primero que se instaló en la colina, y como tal se le recuerda en una elegante estatua (2) al lado de la puerta de la Geometría (1). Sin embargo, el castillo no sería lo que hoy es sin la valiosa contribución de Pitágoras y de su numerosa legión de fieles. Fueron ellos los que allanaron el terreno y organizaron todo el espacio, dando en él cabida no sólo a aritméticos y geómetras, sino a gentes provenientes de otras disciplinas como la música y la astronomía".

"Durante mucho tiempo los astrónomos se mantuvieron en un recinto propio e independiente. Se situaron en un escarpe natural, que se elevaba sobre el resto de la colina. Allí, en lo que llamaron Conica (16), apartados de los demás, se instalaron con algunos instrumentos a fin de observar pacientemente la evolución del firmamento. Pese a su distanciamiento, siempre mantuvieron una estrecha relación con los geómetras, y con frecuencia bajaban hasta su patio, donde aprovechaban para discutir animadamente sobre círculos, elipses y toda clase de órbitas".

"Los músicos, por su parte, nunca creyeron necesario instalarse en el castillo, y quizá por no tener verdades absolutas que conservar se mantuvieron extramuros. De hecho, apenas abandonaban su Odeon (9), donde celebraban veladas musicales de continuo. Sólo las gentes de la antigua escuela aritmética recordaban con detalle las complejas reglas de sus armonías. Entre ellos Teodoro de Cirene, el maestro de Platón, y quizás  también Teeteto, su dilecto discípulo, pero los demás habían abandonado todas aquellas composiciones y razones numéricas para acercarse a las nuevas proporciones usadas por los geómetras. Ya que hablamos de Platón, al que muchos consideran inspirador de los elementos de esta obra, conviene subrayar que, a pesar de esta creencia, no dejó su huella en ella. Pero tampoco puede hablarse de un autor, si acaso del genio organizador de Euclides, porque estamos, y no conviene olvidarlo, ante un conjunto monumental en el que se aprecian trabajos escalonados a varios niveles y correspondientes a distintas épocas".

Algún día merecerá la pena que dé más detalles de cómo Euclides consiguió disponer los distintos Elementos en el Castrum, pero, por temor a aburrir con esta digresión, lo pospondré a una próxima entrega. No obstante, dejo a la vista el plano para quien quiera ir a visitar este singular monumento.

Posdata: [*] Benno Artmann, Euclid. The Creation of Mathematics, (Plano, pag. 319).


sábado, 13 de marzo de 2010

Mundos otros


De no estar al tanto de lo que llaman tendencias, término con el que actualmente se alude a las orientaciones de mercado, corremos el riesgo cierto de no saber dónde nos movemos y qué es lo que nos rodea. De no sacar la cabeza, sería nuestra suerte parecida a la del pasajero de un barco que, inconsciente de que navega, fuera percibiendo y estudiando con detalle y con alarma creciente los movimientos observados en su camarote. Y no es que no haya cosas que temer si subimos a cubierta, es que una vez allí quizá tengamos que asumir nuestra cuota de responsabilidad, o de gobierno, en la deriva de la nave. Me entero, por ejemplo, de que hay una tendencia, con creciente respaldo, marcada por quienes dicen avanzar hacia la integración social. No se trata ---no es posible, dicen también--- de la integración de `nosotros' con los de Camerún, Pakistan o Bolivia, asunto que pronto se despacha como político y demasiado complicado. Una cuestión ante la que también los sociólogos se rinden por su excesivo número de parámetros incontrolables. Consideran que para resolver esto de la integración es mejor partir de un ambiente cerrado, con gente muy normal (esto es, los tendentes y sus amigos) adecuadamente tecnificado, relajado y festivo, y sobre todo no intermediado por la política, en el que se controle sin problemas un número fijo y pequeño de parámetros.

Esto es justamente lo que nos anuncia Richard Marks, inventor de un revolucionario artilugio denominado PlayStation Move. El lo vende así: «Es muy intuitivo, rápido y sencillo. Hace justo lo que quieres que haga. Además, gracias a la cámara, que mezcla la imagen con el juego, se tiene la sensación de que lo que sucede en pantalla forma parte del mundo real». Estamos, pues, ante una vía de integración asombrosa, ante un instrumento decisivo para la integración de dos sociedades especularmente emparejadas pero poco avenidas, la real y la virtual. El señuelo con el que se reclama y se atrae a la confusión es una vez más el juego, un aliciente casi estupefaciente si de nublar responsabilidades se trata. En esta línea de trabajo, vivir lo recreado artificialmente como si fuera real tiene visos de ser la gran propuesta de futuro, porque «la gente está cada vez más interesada en utilizar el mundo real en los videojuegos». Al revés ya lo hacíamos, pero la inversión del terreno promete excitación y aventura. Protegido por tu escafandra mental y con tu chisme en la mano le haces justicia a tu jefe. Por un momento te preguntas si habrá sido real, si habrá sido tan bonito de ver como cierto. Gracias al troquel cultural con el que nos marcan la distancia entre el bien y el mal, entras en la sospecha de que debes afrontar por el hecho algún tipo de responsabilidad. Pero ahí las dudas te asaltan de nuevo: ¿En qué mundo será eso?, ¿en éste o en el otro?, ¿en el real o en el virtual? Y la absolución llega de antemano.

Si esta plaga de confusión se extiende, acabaremos viendo montar campañas destinadas a recuperar el discernimiento entre mundos, con una reeducación que, en lo que tenga de renuncia a mundos gozosos, se me antoja larga y sumamente dificultosa. A la Iglesia se le abrirá otra vía de agua al tener que resolver como falsa la dicotomía entre éste y ese mundo prometido en la gloria. Los filósofos analíticos volverán al debate leibniciano de si vivimos en el mejor de los mundos posibles. Los más inquietos inspirarán un nuevo debate sobre la legitimidad de hacerse los dueños y campeones evolutivos en todos los mundos que se nos ofrezcan. Pero antes de que todo esto suceda, quisiera hacer, como Swift, una proposición modesta. Sería absurdo, disponiendo del artilugio, no darle inmediata utilidad y esperar a esos debates. Así que propongo partir de ambientes cerrados, con gente muy normal, relajados y festivos, y sobre todo no intermediados por la política, para llegar a través de los videojuegos —lógicamente con ánimo de interactuar— a los virtuales de Camerún, Pakistan y Bolivia. A la hora de interactuar nada parece más generoso que esa invitación a nuestra casa, donde les haremos sitio en el salón para ir familiarizándonos con ellos y ver de qué pueden servir. En manos de los creadores del software, dejamos la misión de integrar en nuestra realidad su virtualidad de forma lúdica y segura, y sin que de lugar a esa cargante culpabilidad con la que nos atormentan constantemente nada más salir del juego.

Posdata: [*] Entrevista en diario Público de 12/3/2010


viernes, 12 de marzo de 2010

El cometa suicida


Trayectoria del cometa suicida
Solar and Heliospheric Observatory (SOHO)
Hace unos días, concretamente el 4 de este mes, comentaba la visita en 1725 de Bradley a Halley para ponerle al corriente del inminente alcance del Sol por un cometa. Pues bien, o Bradley tenía finalmente razón o se ha infiltrado en la redacción de El PAIS, Diario Independiente de la Mañana. El caso es que en el ejemplar de hoy un titular nos informa: «Un cometa hacia su destrucción en el Sol». Acudimos a Spaceweather.com y allí se nos anuncia el encuentro con el cometa (confiemos que acabe en absorción), tras observarse una trayectoria que le lleva directo al suicidio. Según parece, la peor parte se la llevará el cometa, mientras que el Sol, contra los augurios de Bradley, soportará incólume el envite.


Seis en uno


Cuando el problema no es el problema,
sino que el problema es dar con el problema,
el problema deviene un verdadero problema.

Ceremonia pedestre


El de negro se fue aproximando con parsimonia, hasta que con gesto grave señaló el punto fatídico. Alrededor de él se fueron congregando los dos coros. Lentamente se alinearon, aguardando el momento supremo con cierta unción, en recogido silencio; el coro de plañideras se mostraba ausente y el de bacantes trémulo. El espectáculo era sobrecogedor: el mundo entero parecía estar concentrado en aquel diminuto círculo blanco. Sobre él fijas y tensas todas las miradas en espera de la ejecución, mientras el afligido espíritu de la tribuna sobrevolaba el vacío en suspenso. No pudiendo soportar la dramática escena, el verde césped se fue lentamente diluyendo, mientras tres figuras imponentes emergían frente al mundo concentradas y serenas. A tanto llegó la tensión durante la interminable espera, que el cronista porteño se puso sublime y atacado de énfasis lapidario soltó, como el que pilla el micrófono recién salido de la tumba: «Asistimos, compañeros, al rito del azar frente al destino. Se oficiará con el pie, el órgano que mejor refleja nuestra conciencia telúrica».

jueves, 11 de marzo de 2010

Mínima 4


Advierten los científicos lo mismo que los cómicos: «Lo difícil no es crear una atmósfera, lo difícil es que resulte transparente».

miércoles, 10 de marzo de 2010

Subido en el árbol


Me iba dando la cabeza tumbos, metido aún en el dónde y el porqué de las emociones y la cultura, y me acordé entonces de algo que por escrito da apuro hasta contarlo. Es verdad, parece un cuento. Empezaré por decir que el otro día caminando por el bosque me detuvo el repentino revoloteo de un pájaro. No lo vi con claridad, pero poco después llegó su canto. Era algo nuevo, distinto de lo que nunca había oído, los gorjeos se repetían insistentes en una secuencia para mí irrepetible. Y puedo añadir también que eché entonces la mirada a lo alto y que allí subido en la rama del roble con su cabecita roja y su plumaje blanquinegro seguía a lo suyo, al galanteo, un flamante pico mediano. Este Dendrocopos medius es pariente del famoso pájaro loco, muy fiel a sus robledales y por eso cada vez más raro. Quizá no vuelva a ver otro y será difícil que escuche de nuevo aquellos trinos. Venden discos con un repertorio completo de cantos, de aves vulgares y exóticas, y está Internet claro, pero si me siento en la penumbra de mi cuarto y me pongo a esas escuchas, adiós sorpresa. Quizá hasta me sobrevenga la emoción, pero no será de oírlo sino de recordarlo. Sí, allí arriba, subido en el árbol.

martes, 9 de marzo de 2010

El mercado emocional


«En teoría nos emocionamos», me concedía el otro día un escéptico emocional, para confesar a continuación: «Aunque cada vez hay que darse más 'arreones' para lograrlo». Tal fue mi extrañeza que se sintió obligado a hilar su argumento: «Lo que quiero decir es que para cualquier cosa que te propongas abordar en esta vida, te hacen falta unas condiciones anímicas mínimas. Si no, nada llega por sí solo. Si quieres emocionarte, te tienes que sentir arropado, metido en el marco adecuado. Muchos, por ejemplo, necesitan meterse en un tema, seguir un guión y convertirse en protagonistas. Fíjate qué locura, protagonistas de su propia vida. Juntas todo eso y te salen muchas cosas a tener en cuenta. Vamos, que esto de la emoción no se improvisa».

La teoría del hombre vacío y carente de carga emotiva parecía servirle para extraer siempre la misma terapia implícita. No demasiado novedosa, la verdad. Todo giraba en torno a la dosificación de estímulos, aun a sabiendas de que lo que se gana momentáneamente en intensidad se pierde a la larga en dispersión de emociones. Continuando con su regla, era partidario de rescatar lo poco que queda en cada individuo de la espontaneidad privada para llevarlo como emoción visible a su agenda pública. Cuestión de educación, señalaba. Y si ese rescate no cunde, dejarse mejor llevar por la tendencia a eludir las emociones nefastas acogiendo sin reparo las placenteras. Sin embargo, esa idea de que la educación en la espontaneidad o la acogida decidida de lo excitante reconducen la terapia emocional a su curso más natural no es del todo cierta. El placer en el que se funda ese movimiento es hoy un bien tan escaso, que lo que se puede encontrar a nuestro alrededor no está libremente disponible sino puesto normalmente a la venta.

No hay más que ver los reclamos comerciales ofreciéndonos aventuras emocionales previo pago. Incluso la vieja cultura se ha ido acoplando a la nueva terapia emocional de consumo como un recurso más, muy indicado en el caso de adictos emocionales sofisticados. Se paga ahora por estímulos, en otro tiempo accesibles, y no para redondear sensaciones sino para salir del letargo. Frente a los demás recursos terapéuticos, la cultura tiene la ventaja de ofrecer una gama de artes variada, todas ellas tradicionales, unas con la etiqueta de bellas y otras que no lo son tanto. La demanda terapéutica general ha pasado a ser tan importante que van surgiendo en el sector servicios saludables y establecimientos especializados, desde seductores burdeles a palacios de ópera. Resistirse al juego es como ejercer de objetor, de animal impasible. Si permaneces a la espera y te haces a la atonía que denuncia el escéptico, se te avecina un grave problema. Cabe el distanciamiento por la vía estoica, por la creativa o haciendo gala de amarga ironía, pero son actitudes muy poco sanas, te dirán. Para salvarte, la lógica del comercio, que todo lo abarca, te propone estímulos terapéuticos de todas clases. Unos se venden como arte, otros como artes futuras; unos son discretos, otros potentes y directos. Y todos buscan arrastrar al dominio público tus emociones, para llevarlas a un mercado cada vez más invasivo, que va creciendo imparable bajo el equívoco título de cultura.


lunes, 8 de marzo de 2010

El molino de Eulate



Subí ayer hasta Eulate, en la Améscoa Alta, y de allí bajé hasta su molino, que sobrevive casi sepultado junto al curso del río Uiarra. El camino se inicia manso, rumbo al Sur, atravesando las terrazas en las que se asientan las tierras cultivadas y dejando atrás la formidable \textit{aldaia}, esa pronunciada pendiente coronada en prolongado remate por la rocosa faja que cierra por el Sur la sierra de Urbasa. Poco después se adentra en una ancha grieta de paredes arcillosas y comienza lentamente a descender por un sinuoso tajo, cuyo final parece que tarda en vislumbrarse. Baja por un estrecho reborde, acostado en la pared izquierda, mientras en el precipicio de la derecha intuimos un mudo y refrescante arroyo. Áspera y vertiginosa, consigue la quebrada ir abriéndose paso entre los dos sólidos oteros que la escoltan. Argariza y Arkontegi, así se llaman. A la salida del desfiladero el camino se presenta frente a un puente, en un recodo del río. En la otra orilla, con las umbrías de Lokiz a la vista, desciende desde el robledal un extenso prado en el que pastan a su aire los caballos. Vigila en su linde superior San Adrián desde su pequeña ermita. Justo a la derecha, salvando un talud, se esconde entre los chopos y la vegetación el derruido molino. Aunque se ha hundido parte del tejado, conserva en pie sus muros. La sala con las dos muelas y el pescante sigue ahí como detenida en el tiempo. Por debajo todavía discurre el regato que alimenta la rueda hidráulica, el rodete, que aquí es horizontal y descansa en una sólida viga o durmiente de haya. En la estancia hay huellas de un fogón con su salida de humos y espacio para hacer reunión y comercio.


Sabemos que Juan Francisco García de Eulate fue el último molinero. Se encargaba de la molienda, pero también de entregar la harina, subiendo y bajando sin parar por esa quebrada maldita. Siendo las principales, no eran éstas sus únicas labores: de vez en cuando tocaba picar las muelas y meter el agua en el regato a pozadas cuando la de la presa faltaba. Y a veces tocaba esperar de noche, a la luz del candil, para moler a hurtadillas el grano que los vecinos bajaban para burlar el racionamiento, y disponer de algo de su cosecha sin tener que rendirlo al fisco. De normal, aquello era centro de reunión, una especie de antesala obligada para aquellos que vivían de la sierra. Por allí pasaban leñadores y carboneros, pero también el cabrero y el dulero, por no hablar de los que traían algo que moler. Los que andaban tirando de ovejas se encaminaban en primavera por el camino de Aizkorribe hasta la balsa Antsomilaba y de allí por la Brecha subían a los corrales, donde los rasos, debajo del Monte Santo. A otros con más suerte les bastaba con dejar vacas y caballos en la pradera, o soltar los cerdos en montería. Luciano Lapuente describía así el resto de la fauna y el ambiente que entonces rodeaba el molino: «Mientras el ganado pastaba en el monte, ellos se acercaban al molino en busca de charla o tertulia, tal vez a refugiarse de las inclemencias del tiempo y sentarse al calor del fogón que Juan Francisco encendía todos los días y donde ellos calentaban diariamente el puchero de habas de su merienda».


Panes y peces


 
Cerámica armenia (Iglesia de Tabgha, siglo V)

Como en algunos otros pasajes, lo que el relato evangélico revela es que a Mateo le pudo el entusiasmo, tanto como para otorgarse licencia y hacer del cinco y del siete hasta millares, y llenar después canastos, y abandonar ahíto las sobras. Sin embargo, no parece que confundir tales cantidades produjera en los comensales gran quebranto; su fe salió incólume, incluso reforzada, algo menos brillo ofrece su aritmética. Pero peor que confundir cantidades hubiera sido confundir los peces y los panes. Seguro que sin esa diferencia y sin repartir a todos ración de ambos, el aprecio de la comida, el tono del relato, y quizá hasta el propio mensaje evangélico, hubieran sido otros.

domingo, 7 de marzo de 2010

El mitologeta


A la hora de escoger su léxico, Juan Benet fue tan amigo del rigor como de los inventos. En un artículo publicado hace unos 30 años adoptó de Kerényi, amigo de Jung y afamado estudioso de los clásicos, el término `mitologemas' para referirse a los discursos que servidos a través de personajes inspiran un mito. Convenientemente entretejidos, este tipo de discursos nos darían pues una mitología. En apariencia no otra cosa serían las modernas novelas, luego bien podríamos dar al novelista el sugerente y campanudo título de `mitologeta'. Con tanto lustre en el nombre es difícil sustraerse a la tentación de jugar con personajes y de dárselas de demiurgo. A sabiendas de la dependencia que estos le deben, el mitologeta emprende con ellos un extraño viaje, muy ajeno a la educación sentimental y mucho más próximo a una inquisición despiadada. Como mínima venganza, los personajes, a cualquier lugar que lleguen con el relato y donde quiera que comparezcan, con su discurso ponen al mitologeta en evidencia.

En esa transparencia el personaje comienza a apartarse del mito. Seguramente los creadores de mitos clásicos pecaban de demiurgos tanto como los actuales mitologetas, pero a diferencia de estos tuvieron ciertos riesgos en cuenta. Alternando héroes y dioses, uno no se compromete del todo, porque explora poderes más o menos universales y capta pasiones genéricas. Se sirve de las letras mayúsculas, de las de molde, para entendernos. Si en vez de fijar con el mito pautas morales, uno indaga en la conducta de los personajes, lo que escribe pasa a ofrecerse en minúsculas, en una caligrafía libre y bastante más sutil. El mitologeta vendría a comportarse de forma parecida a un artesano volcado en la talla de sus miniaturas. Miniaturas que sabe tan prescindibles como él mismo, miniaturas que nunca se elevarán a la altura de las estatuas.

Al final hacer hablar a un dios no exige más tiento que el del teólogo, ese funcionario que vigila y corrige el asomo de contradicciones. Pero incluso ese divino crédito avalado por la lógica se esfuma si quien lee no cree en dioses. Otra cosa serían los héroes, pero para el incrédulo son también figuras sumamente desproporcionadas. Para esa creciente parroquia de descreídos no había otra que dar entrada a caracteres reales. El primer intento, aunque arriesgado, fructificó en la escena, al llevarlos al juego teatral. Los dramas, sin embargo, parecían actas de acusación frente a las críticas más ligeras de la comedia. Por eso la fábula no es un invento casual: que los animales sentencien como los dioses fue una caprichosa paradoja, y también una hábil estratagema. Un capricho que permitía traer los discursos a un terreno inteligible y aliviarlos de la severidad de la norma.

Los que nada veían de humano en los animales, aceptaron sin escrúpulos a estos emisarios de los dioses. Pero el día que los dioses se difuminaron y emergieron las conciencias, desaparecieron los emisarios, y con ellos sus emblemas y sus fábulas. Los fieles al credo buscaron ya a su dios sin asistencias, o a lo sumo con guías de rezo. Llegó entonces el cambio decisivo con la difusión de un nuevo tipo de mitologemas. Hablamos de la época en que aparecen personajes humanos cuyos discursos se entrelazan, donde las descripciones de su entorno intentan recrear la escena. Tanta fortuna tuvo la escritura delineando y reproduciendo estos discursos, que comenzó a ir tomando cuerpo como oficio el de maestro mitologeta, ese oscuro demiurgo donde todo lo humano se decanta y se combina en nuevos mundos librescos, bien guiado por el pulso firme e inspirador de los novedosos mitologemas.


sábado, 6 de marzo de 2010

Errata



Irmgard Seefried

Escuchaba hace poco una grabación de Heidenröslein, el poema de Goethe con el que Schubert compuso uno de sus más célebres lieds. La melodía es bastante exigente y al poco de iniciarse reclama a la soprano una breve pero intensa serie de agudos. El registro, tomado de una actuación en público de Irmgard Seefried en 1957*, es curioso. Seefried arranca con naturalidad, va dando forma a los primeros compases acompañada del piano, y avanza con contenido temor hacia las tonalidades agudas. Ahí se quiebra, hay un silencio, una ahogada risa. El piano enmudece, el público agradece con un cálido aplauso el intento y la cantante solicita disculpas. En el segundo intento nos retiene en un principio la compasión, pero la voz -pronto se percibe- ha ganado en sobriedad y firmeza. Emprende entonces la aventura con brumosa inspiración, y se deja simplemente ir, sin empeñarse en las alturas, dando fe de su emoción, que pronto prende y se extiende entre las notas como la caricia compartida. Lo que he calificado de curioso, bien podría aceptarse como una sencilla lección: Haz que tu emoción dé paso a la exigencia, pero no te exijas la emoción misma.

[*] Irmgard Seefried, Goethe Lieder, Salzburger Festspiele 1957, 15. August.
Orfeo International Music GmbH, München.

Ver doble



Como ver es verbo con un significado sencillo pero al que damos múltiples connotaciones, no hace falta ponerse académico para distinguir entre lo que podría denominarse la visión en corto y la visión en largo. La primera es algo primitivo, un proceso dominado por la imagen del objeto y conducente a su posesión, en tanto que la segunda es una actividad más impregnada de intuición, en la que el modo de percibir el objeto es determinante, ganándose además con ella cierto sentido de anticipación. Cualquier animal hostigado vive a cuenta de la visión en largo, que le permite eludir amenazas y ataques. Sin embargo, los que no viven en peligro, o los que rara vez lo perciben, ni temen mostrarse ni aciertan a ver a los que rehúsan a hacerlo. En su visión miope apenas se aprecian los factores que rodean el foco, sino que como videntes son captados de inmediato por el objeto y el interés.

Un ejemplo podría poner las cosas más en claro. Supongamos que a una apartada zona rural llega una compañía de comediantes. Se anuncia en el cartel como número fuerte ‘la danza de los siete velos’ con tres danzarinas tres, lo que en muchas plazas se resumiría como media corrida de bailarinas. Al ponerse el sol, después de toda una tarde de faena, los mozos empiezan a dar sospechosas muestras de su interés en la sesión nocturna. Y así, en estas, la compañía suspende la función, recoge atropelladamente los bártulos y parte campo a través. Cinco kilómetros después, el director echa una mirada atrás y lo explica así: «Ellos las venían a ver, pero ellas los veían venir».


jueves, 4 de marzo de 2010

Bradley visita a Halley


 
Cometa 17P / Holmes (Foto: Observatorio de Mauna Kea, Hawaii)

Corre el año 1725 y Thomas Bradley, eclesiástico ordinario de Bordwin en el condado de Wintley, mete en un cartapacio sus cálculos, sus tablas y el resto de sus apuntes para dirigirse a Greenwich. Acude allí para ser recibido por Sir Edmund Halley, director del Observatorio. Conducido a su presencia e invitado a tomar asiento, extrae algunos papeles que coloca sobre sus rodillas y comienza sin más dilación a exponer el motivo de su urgente visita.—Vengo estudiando con detenimiento la posible trayectoria que, de seguirse las leyes de Newton, describiría un cuerpo celeste, que creo que es un cometa, aunque todavía lejano. Pero os confieso también que no estoy muy convencido de todos los razonamientos geométricos que gobiernan esas leyes. Vengo observando ese lucero día a día durante meses, y con lo observado creo poder inferir que en 1758 podría entrar en colisión con el sol. Sinceramente, Señor, me temo que estamos en peligro y que debemos de rezar todos para que Dios no permita que esto suceda.

A medida que Bradley expone estas preocupaciones, va entrando en un visible estado de congoja y excitación. Halley, consciente de que el clérigo carga en su bagaje con más angustia y prejuicios que preparación, le responde lacónico:
—Detener un cometa tendría su lógica, acaso divina, temer la fuerza de un argumento no.—Y a continuación añade: —Newton merecerá o no vuestro rechazo, pero no lo echéis cada noche a suertes. Lo de rezar, siempre es propio y más aún en vuestro oficio, pero si albergáis la intención de alertar a la población, será mejor que abráis página y os estudiéis los Principia, y que dejéis el Apocalipsis para mejor ocasión.


miércoles, 3 de marzo de 2010

Lo que el río se lleva


 
Pamplona. Puente de la Magdalena

En el Hades situaban los griegos Lete, el río del olvido. Allí el alma, antes de reencarnarse y sustanciarse en un cuerpo nuevo, bebía de sus aguas para nunca volver a recordar aquellos otros en los que estuvo. Más tarde se habló también de Mnemosine, con cuyas aguas se recuperaba la memoria y se lograba desvelar incluso el universo platónico de las ideas todas. Los ríos pueden ser caprichosos, unos quitan lo que otros dan. Según se mire, llegar a la omnisciencia puede no ser mejor que perder la conciencia. Alejadas de estos mitos hay otras variantes insólitas. Llama mi atención por lo próxima la de Pamplona. La ciudad tiene el dudoso privilegio de ser atravesada por un plácido y rumoroso río en el que uno tras otro se ahogan sus poetas. Unos quedan en el olvido, otros olvidan que fueron poetas.

Estudio de un ala


 Carraca. (José Mª Benítez Cidoncha, 2009, Fotonatura.org)

Gracias a la memoria somos dueños, frecuentemente atormentados, de nuestro pasado, pero reconocemos fácilmente un sueño cuando paseamos ingrávidos por un presente gratuito y volátil. De ahí nos despertamos siempre en vuelo, tanteándonos la espalda, comprobando si aún mantenemos las alas y dejándonos caer con mejor o peor fortuna en la huella cotidiana. Por eso nos duele descubrirlas guardadas en los estantes, convertidas en objeto de broma o en disfraz. Así, despojadas de su poder, sin hadas ni ángeles en vuelo, las alas parecen resignadas a un destino funcional. Han cumplido con rigor esta tarea a lo largo de un siglo y, sin embargo, todavía se adivina en ellas algo inefable, algo que nos remite a otro mundo, vuelta la mirada a Ícaro, que en él nos espera para explorarlo íntegro. Pero debemos partir de lo que tenemos. Vayamos a las aves, donde el repertorio es más amplio. Alas largas y cortas, anchas y estrechas, de colores variopintos, combinando lo natural sin estridencia. La mayoría de ellas no pretenden ser guías, sino el sostén de la avenida. Cubren con elegancia la trazada y nos regalan con el vuelo su dibujo. De las especies, mejor las que nos sorprenden, incluso las que nos eluden, no necesariamente las más exóticas ni las más espectaculares. De las cercanas me atrae la carraca, esa que los naturalistas llaman coracias garrulus. El petirrojo es, indudablemente, un amigo entrañable y el abejaruco un visitante memorable, aunque algo ensimismado, pero la carraca sigue siendo la más rara y fugaz de las sorpresas. Está de entrada ese espíritu evasivo, pero si se nos rinde, está por encima de todo su plumaje. Lo que entonces se da a ver es un cuadro vivo, un abanico de colores inédito y un escrupuloso diseño: Las plumas cobertoras, que se reflejan en el cielo, visten de azul; las remeras, que describen el vuelo, van de negro; y las escapulares, las más próximas al cuerpo, presentan cálidos ocres. El otro día, hojeando estampas de museos, encontré en las páginas de la Galería Albertina una acuarela. Autor: Durero; tema: ala de un ave; año: 1512. Miré con atención, el ala era precisamente la de una carraca. Desprendida de su cuerpo, el ala habría volado cinco siglos a través del tiempo. Parada de nuevo ante mí, como una figura acabada, el ala volvió a sorprenderme. Sería la fascinación del momento, pero aquello, por ajeno y desmembrado, no aparentaba ser una extremidad, ni siquiera un lujoso apéndice. Yo en esa acuarela sólo veía plumas, colores, vuelos, y hasta sueños. Y es natural, porque eso es lo que tienen las alas, lo que las mueve a volar y lo que al final nos dejan.

Ala de carraca (A. Durero, 1512, Galería Albertina, Viena)

martes, 2 de marzo de 2010

Mínima 3


Cuando la ciudad que más odias es la que habitas, habitas el odio que más necesitas.

Entrada del plenilunio


 
Bosque de Basajaunberro (Roncesvalles)

Desde donde ahora mismo miro, el panorama es el de siempre, pero a su belleza añade una creciente sombra de angustia. Alcanzo con mi vista años de andadura y quizá eso explique estos matices, visibles como trazos grises en un terreno que poco a poco voy dejando atrás. No me hace esa visión más lúcido que antes, si acaso más afortunado en mi creencia de que conservo algo de lucidez. Y de ella voy sacando partido, mientras sigo mi camino, para continuar sin desfallecer. Somos menos por aquí arriba y muchos nos conocemos, pero el tiempo nos ha vuelto más taimados que confiados. Ahora nadie espera compañía, a sabiendas de que la debe negociar. Con el tiempo otros muchos se han ido. Unos simplemente abandonaron la senda, echándose a un lado. A otros ví siguiendo su camino como penitentes, descalzos entre las piedras o flotando ahogados en un remanso de aguas frías. Hubo también gentes que acabaron encaramadas a las ramas, como pájaros, o con la mirada perdida en la brújula. Cada año arrancan con ilusión generaciones enteras y emprenden ruta con la convicción de que en lo más alto están las praderas, que allí cerca puede uno levantar su chabola y que hay un lugar para ellos, y hasta para todos. Algunos prestan poca atención al camino, buscan atajos imposibles y se adentran sin remedio en la espesura. Otros pierden la orientación poco a poco y, tras completar el círculo, retornan insensiblemente a un mundo más próximo y seguro, creyendo en su torpe jactancia estar de vuelta de la gloria. En estos momentos el bosque acoge con su rudeza una muchedumbre de extraviados. Oímos el crujido de sus pasos, a veces firmes, las más acelerados, dudas y tentativas con vuelta forzosa, y suspiros, que podrían ser sollozos, junto al arroyo, y así nadie se hará con el secreto, porque un día quiso y no pudo, porque se sentía solo, y triste, y débil. A muchos, hay que decirlo con claridad, se les ha echado de los caminos. Con múltiples estratagemas y controles se les ha impedido el tránsito, se les ha forzado a abrir paso por trochas y regatas, se les ha aburrido. No quieren exploradores, buscan colonos, que echen mano del primer claro que se haga en el bosque. Si son poetas, que cacen ardillas y las domestiquen, pero que nos ensanchen caminos y que dobleguen al jabalí hasta que les ofrezca jamones. Así dicen. Para los que comparten con los animales pitanza apenas hay futuro, sólo burlas y algún disparo perdido. Dicen que son gente esquinada, que casi nunca vuelve y que permanecen emboscados como forajidos. Lo cierto es que ellos solo esperan cercanía, de quien corre su misma suerte, por lo común y por ver de hacer en común el camino, mientras haya ánimo y queden fuerzas que juntar. Cuando además hay fe, rara vez, se lanzan por las veredas, como el ganado avisado, sabiendo que, de un modo u otro, les conducirán a los rasos, donde al fin caminarán libres al amparo de las cumbres. Si miras y desde aquí no ves, escucha por lo menos el rumor. Los adivinarás dispersos y perdidos, pero en marcha, y esa sombra creciente, que está ya próxima, pronto se desvanecerá en un sueño, con todos reunidos bajo la luna, celebrando su retorno a la luz.

lunes, 1 de marzo de 2010

Son promesas


Pacientemente he aguardado a que acabara Febrero, para no tener que enmendarme. Tengo la página marcada y abro el Calendario Zaragozano, compendio de los más sabios consejos, y el mejor tutor y guía para los delicados asuntos del tiempo. Que para eso dispone como una de sus más jugosas secciones de un Juicio Universal Meteorológico, nada menos. Pues bien, ha pasado el mes y discrepo. A modo de resumen, se nos anunció para el período ‘Tiempo de buen temple’, y así está escrito. Lo que yo haya percibido será seguramente subjetivo, bien poco frente a los objetivos augurios de ese doctrinal Juicio, pero no me ha llegado, ni de refilón, el buen temple esperado. Quizá sea doctrina en el Zaragozano que ponga buen temple el paciente, y ahí yo sí que he cumplido. He aguantado impertérrito la oleada de temporales, nieves y ciclones, con la página del Juicio Universal abierta en espera de lo prometido.

La desgracia de Clorinda


Es una pena que las exigencias litúrgicas se llevaran por delante lo que había empezado bien y lo que bien hubiera podido ser una sabia trasposición a la época medieval del espíritu de la Ilíada. Me refiero a Jerusalén liberada de Torcuato Tasso, obra publicada en 1580. De entre los distintos cantos y episodios que componen la obra, el daño y la pérdida de tino se hacen sobre todo evidentes en el trato que en la escena final reciben Clorinda y Tancredo. No es fácil componer epopeyas, y menos elevar personajes próximos a la altura de mitos. De poco sirve ir guiando a pulso a Clorinda travestida de guerrero musulmán, si al final va Tancredo, su amante, y bautiza a la moribunda usando su casco como un pozal. Llevar a ese punto el mensaje evangélico es sencillamente ridículo, hoy y hace cuatro siglos.
 
Tancredo bautizando a Clorinda (D. Robusti, c. 1585, Museum of Fine Arts, Houston)

Recordemos un poco la suerte de estos amantes. Como personaje, Clorinda es de los más fascinantes; como mito, ya digo, no pudo ser. La altiva guerrera llegada desde la lejana Persia para defender Jerusalén, recubierta de blanca armadura y oculta tras un casco en cuyo frontal reposa un tigre, parece la encarnación de la mismísima Atenea. En Tancredo, por el contrario, no se adivina a ningún héroe mítico, responde más bien al prototipo de caballero andante, nada que ver con Hércules o Teseo, ni siquiera con Aquiles, por más que juegue su papel en las contiendas decisivas. Las luchas que enfrentan a ambos, Clorinda y Tancredo, son el eje de una trágica relación. Llegan estas luchas al relato como encuentros fortuitos, pero rebosantes de emoción, cuando embozados y a ciegas ambos se entregan al combate con una violencia letal. En el primer encuentro, la providencial caída del casco de Clorinda descubre su larga cabellera, y ahí el encuentro se torna otro. De encuentro a combate, de combate a encantamiento, el juego se consume en el delirio erótico. Para el segundo, de similar compostura, Tasso elige la noche y viste a la heroína de armadura oscura para que acometa su acción más audaz. Le sale Tancredo al encuentro, fracasa ella en su intento y como vencido guerrero afronta el peor destino. Tancredo le reclama su nombre, el que le honrará como vencedor. Y al desprenderle el casco toma posesión de un cuerpo y de un amor arruinado.

En ese punto acude la Santa Iglesia al rescate de su alma. La que se había presentado a imagen de Atenea acaba como la hija perdida de los reyes de Abisinia, de sangre cristiana y bautizada in extremis. Si el propósito fue simbólico, no sólo estaríamos ante el apogeo del cristianismo frente al Islam, sino que su victoria se extendería sobre los viejos mitos gentiles. Un poco torpe, tras haber hecho el parangón, aunque a pie forzado, con la Iliada. Y mientras tanto, Tancredo de caballero a monje guerrero, aplicando el sacramento. ¿Da alguien más en este enredo? Por Dios, que no merece la fe, cualquiera que sea su función, semejantes triunfos literarios. Le dio más Shakespeare, que tuvo al menos temple y acierto para aguantar estos envites.