En el aprendizaje del dolor –en el arte de convivir con el dolor, quiero decir- el manejo del árnica viene a representar un primer paso. Para el que lo da es como un curioso rito de bienvenida o de iniciación. Tantas virtudes promete el fármaco cuando te lo recetan que lo buscas con impaciencia y, una vez encontrado y enterado de que reside en planta, te detienes a contemplar su imagen en el Atlas Floral con sentida admiración. En la lámina vas descubriendo los detalles de uno en uno, como si estuvieras detenido ante el escaparate de los milagros. Todo son presagios: las hojas largas y lozanas, el botón floral dorado y tupido, el tallo despejado y aéreo, los capullos prietos. Este entusiasmado repaso afianza tu fe, y tu deseo, de que nada podrá superar todo ese poder lenitivo que anuncian oculto en sus principios activos y de que los beneficios pronto te serán pródigos. Raptados por la ilusión creemos entrever en el árnica un aura de belleza, un equilibrio indescifrable y señales evidentes de su intención benévola. Al final de todo este pasmo ves a la magia misma haciendo presa en los achaques y retrayendo con puntual diligencia tu dolor. Dolor al que nunca invitaste, al que tampoco conocías, que tanto se anuncia y que insiste en presentarse, ese dolor. Si despierto ya lo ves de frente, aprende a pedir árnica, como quien pide compasión. Si lo haces en la botica, recibirás el perfumado ungüento y te abrirás ancho camino a un sano futuro de pacientes friegas. Pero si lo buscas por los jardines frenético a cuatro patas, o lo solicitas a los paseantes entre ingenuo y compungido, añadirás a tu dolor mucha chanza de poco alivio, y te verás en escena como un renqueante actor que pierde el aire y el hilo ante la ingrata concurrencia.
Posdata: [*]- Árnica montana. Lámina de Bilder ur Nordens Flora (1901-1905) de C.A.M. Lindman.
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