«En teoría nos emocionamos», me concedía el otro día un escéptico emocional, para confesar a continuación: «Aunque cada vez hay que darse más 'arreones' para lograrlo». Tal fue mi extrañeza que se sintió obligado a hilar su argumento: «Lo que quiero decir es que para cualquier cosa que te propongas abordar en esta vida, te hacen falta unas condiciones anímicas mínimas. Si no, nada llega por sí solo. Si quieres emocionarte, te tienes que sentir arropado, metido en el marco adecuado. Muchos, por ejemplo, necesitan meterse en un tema, seguir un guión y convertirse en protagonistas. Fíjate qué locura, protagonistas de su propia vida. Juntas todo eso y te salen muchas cosas a tener en cuenta. Vamos, que esto de la emoción no se improvisa».
La teoría del hombre vacío y carente de carga emotiva parecía servirle para extraer siempre la misma terapia implícita. No demasiado novedosa, la verdad. Todo giraba en torno a la dosificación de estímulos, aun a sabiendas de que lo que se gana momentáneamente en intensidad se pierde a la larga en dispersión de emociones. Continuando con su regla, era partidario de rescatar lo poco que queda en cada individuo de la espontaneidad privada para llevarlo como emoción visible a su agenda pública. Cuestión de educación, señalaba. Y si ese rescate no cunde, dejarse mejor llevar por la tendencia a eludir las emociones nefastas acogiendo sin reparo las placenteras. Sin embargo, esa idea de que la educación en la espontaneidad o la acogida decidida de lo excitante reconducen la terapia emocional a su curso más natural no es del todo cierta. El placer en el que se funda ese movimiento es hoy un bien tan escaso, que lo que se puede encontrar a nuestro alrededor no está libremente disponible sino puesto normalmente a la venta.
No hay más que ver los reclamos comerciales ofreciéndonos aventuras emocionales previo pago. Incluso la vieja cultura se ha ido acoplando a la nueva terapia emocional de consumo como un recurso más, muy indicado en el caso de adictos emocionales sofisticados. Se paga ahora por estímulos, en otro tiempo accesibles, y no para redondear sensaciones sino para salir del letargo. Frente a los demás recursos terapéuticos, la cultura tiene la ventaja de ofrecer una gama de artes variada, todas ellas tradicionales, unas con la etiqueta de bellas y otras que no lo son tanto. La demanda terapéutica general ha pasado a ser tan importante que van surgiendo en el sector servicios saludables y establecimientos especializados, desde seductores burdeles a palacios de ópera. Resistirse al juego es como ejercer de objetor, de animal impasible. Si permaneces a la espera y te haces a la atonía que denuncia el escéptico, se te avecina un grave problema. Cabe el distanciamiento por la vía estoica, por la creativa o haciendo gala de amarga ironía, pero son actitudes muy poco sanas, te dirán. Para salvarte, la lógica del comercio, que todo lo abarca, te propone estímulos terapéuticos de todas clases. Unos se venden como arte, otros como artes futuras; unos son discretos, otros potentes y directos. Y todos buscan arrastrar al dominio público tus emociones, para llevarlas a un mercado cada vez más invasivo, que va creciendo imparable bajo el equívoco título de cultura.
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