Poco sé del mundo chino. Sin apoyo en sus escritos, nos queda su caligrafía como una artística floresta que nos hace su cultura literaria casi opaca. Sí que he hojeado a Confucio, a Mencio, a Lao-Tse y a algún autor moderno. También he frecuentado el I Ching y alguna obra matemática. Pero no son experiencias que me sirvan de tanto como para llegar a saber. Detrás de las máximas magistrales, de los consejos venerables y de las historias ejemplares hay un mundo que me elude, que se me escapa. No creo que haya culturas impenetrables, creo que hay sentimientos que nos resultan poco familiares. Incluso la agudeza, que es universal, puede ser tan variable como la brújula y ofrecer manifestaciones chocantes, que apenas dejan entrever el norte que las maneja.
Del mismo modo que Mencio subrayaba la compasión como un rasero común, y la veía como el origen de cualquier posible ética, hay otros sentimientos a los que siempre se puede acudir, porque responden por todos nosotros. Hablaré un poco, pues, de la pintura a partir de una pintura. La dinastía Ming, que suele tomarse a muchos efectos como una referencia temporal en la historia de China, gobernó entre 1368 y 1644. No sé quién fue Shen Zhou, que vivió en esa época alrededor de 1500, pero el otro día contemplaba por primera vez una de sus obras (porque quiero creer que me será dado conocer alguna otra). Se trata de un rollo de papel en el que, dibujado a tinta, se nos ofrece un paisaje que lleva por título `Poeta en lo alto de la montaña’.
Shen Zhou, Poeta en lo alto de la montaña (1496, dinastía Ming),
The Nelson-Atkins Museum Art, Kansas City
The Nelson-Atkins Museum Art, Kansas City
El dibujo revela una gran sencillez, pero también absoluta destreza y libertad en el trazo, que algo tienen seguramente de la soltura caligráfica. Organizado el paisaje mediante una serie de volúmenes montañosos, su disposición deja entrever tantos rincones como planos. Los grises, en sucesivas aguadas, van velando las montañas para llevarlas a la lejanía. Pinceladas más firmes dan relieve y detalle del primer plano, allá donde se nos muestra la figura. Desde la bruma vemos levantarse los escarpes, marcados por desafiantes arbustos y rigurosos surcos, que llevan en volandas la blanca pendiente hasta las alturas. A un lado entre riscos, aparecen encajados los pabellones, confundidos con los pinos en la espesura.
Nada se nos dice de lo que llevó a la cima al poeta. Como ahí el cielo no se manifiesta, todo lo que vemos sirve de argumento al equilibrio: el hombre, la montaña, el bosque, la aldea. Quien interprete esa sintonía podrá acaso intuir qué fue lo que arrastró al poeta. No en vano, somos muchos los que, armados de palabras o sin ellas, intentamos encontrar equilibrio y llegamos hasta el borde del abismo solos. Porque no hay otro modo de reflexionar sobre las razones que impone la vida, ni mejor forma de liberarse de ellas, que llevarlas hasta la cumbre, para allí lograrlas ver, como quien extiende garabatos sobre la nada, como quien escribe sus versos en la niebla.
1 comentario:
Me quito el craneo...
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