De no estar al tanto de lo que llaman tendencias, término con el que actualmente se alude a las orientaciones de mercado, corremos el riesgo cierto de no saber dónde nos movemos y qué es lo que nos rodea. De no sacar la cabeza, sería nuestra suerte parecida a la del pasajero de un barco que, inconsciente de que navega, fuera percibiendo y estudiando con detalle y con alarma creciente los movimientos observados en su camarote. Y no es que no haya cosas que temer si subimos a cubierta, es que una vez allí quizá tengamos que asumir nuestra cuota de responsabilidad, o de gobierno, en la deriva de la nave. Me entero, por ejemplo, de que hay una tendencia, con creciente respaldo, marcada por quienes dicen avanzar hacia la integración social. No se trata ---no es posible, dicen también--- de la integración de `nosotros' con los de Camerún, Pakistan o Bolivia, asunto que pronto se despacha como político y demasiado complicado. Una cuestión ante la que también los sociólogos se rinden por su excesivo número de parámetros incontrolables. Consideran que para resolver esto de la integración es mejor partir de un ambiente cerrado, con gente muy normal (esto es, los tendentes y sus amigos) adecuadamente tecnificado, relajado y festivo, y sobre todo no intermediado por la política, en el que se controle sin problemas un número fijo y pequeño de parámetros.

Si esta plaga de confusión se extiende, acabaremos viendo montar campañas destinadas a recuperar el discernimiento entre mundos, con una reeducación que, en lo que tenga de renuncia a mundos gozosos, se me antoja larga y sumamente dificultosa. A la Iglesia se le abrirá otra vía de agua al tener que resolver como falsa la dicotomía entre éste y ese mundo prometido en la gloria. Los filósofos analíticos volverán al debate leibniciano de si vivimos en el mejor de los mundos posibles. Los más inquietos inspirarán un nuevo debate sobre la legitimidad de hacerse los dueños y campeones evolutivos en todos los mundos que se nos ofrezcan. Pero antes de que todo esto suceda, quisiera hacer, como Swift, una proposición modesta. Sería absurdo, disponiendo del artilugio, no darle inmediata utilidad y esperar a esos debates. Así que propongo partir de ambientes cerrados, con gente muy normal, relajados y festivos, y sobre todo no intermediados por la política, para llegar a través de los videojuegos —lógicamente con ánimo de interactuar— a los virtuales de Camerún, Pakistan y Bolivia. A la hora de interactuar nada parece más generoso que esa invitación a nuestra casa, donde les haremos sitio en el salón para ir familiarizándonos con ellos y ver de qué pueden servir. En manos de los creadores del software, dejamos la misión de integrar en nuestra realidad su virtualidad de forma lúdica y segura, y sin que de lugar a esa cargante culpabilidad con la que nos atormentan constantemente nada más salir del juego.
Posdata: [*] Entrevista en diario Público de 12/3/2010
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