lunes, 1 de marzo de 2010

La desgracia de Clorinda


Es una pena que las exigencias litúrgicas se llevaran por delante lo que había empezado bien y lo que bien hubiera podido ser una sabia trasposición a la época medieval del espíritu de la Ilíada. Me refiero a Jerusalén liberada de Torcuato Tasso, obra publicada en 1580. De entre los distintos cantos y episodios que componen la obra, el daño y la pérdida de tino se hacen sobre todo evidentes en el trato que en la escena final reciben Clorinda y Tancredo. No es fácil componer epopeyas, y menos elevar personajes próximos a la altura de mitos. De poco sirve ir guiando a pulso a Clorinda travestida de guerrero musulmán, si al final va Tancredo, su amante, y bautiza a la moribunda usando su casco como un pozal. Llevar a ese punto el mensaje evangélico es sencillamente ridículo, hoy y hace cuatro siglos.
 
Tancredo bautizando a Clorinda (D. Robusti, c. 1585, Museum of Fine Arts, Houston)

Recordemos un poco la suerte de estos amantes. Como personaje, Clorinda es de los más fascinantes; como mito, ya digo, no pudo ser. La altiva guerrera llegada desde la lejana Persia para defender Jerusalén, recubierta de blanca armadura y oculta tras un casco en cuyo frontal reposa un tigre, parece la encarnación de la mismísima Atenea. En Tancredo, por el contrario, no se adivina a ningún héroe mítico, responde más bien al prototipo de caballero andante, nada que ver con Hércules o Teseo, ni siquiera con Aquiles, por más que juegue su papel en las contiendas decisivas. Las luchas que enfrentan a ambos, Clorinda y Tancredo, son el eje de una trágica relación. Llegan estas luchas al relato como encuentros fortuitos, pero rebosantes de emoción, cuando embozados y a ciegas ambos se entregan al combate con una violencia letal. En el primer encuentro, la providencial caída del casco de Clorinda descubre su larga cabellera, y ahí el encuentro se torna otro. De encuentro a combate, de combate a encantamiento, el juego se consume en el delirio erótico. Para el segundo, de similar compostura, Tasso elige la noche y viste a la heroína de armadura oscura para que acometa su acción más audaz. Le sale Tancredo al encuentro, fracasa ella en su intento y como vencido guerrero afronta el peor destino. Tancredo le reclama su nombre, el que le honrará como vencedor. Y al desprenderle el casco toma posesión de un cuerpo y de un amor arruinado.

En ese punto acude la Santa Iglesia al rescate de su alma. La que se había presentado a imagen de Atenea acaba como la hija perdida de los reyes de Abisinia, de sangre cristiana y bautizada in extremis. Si el propósito fue simbólico, no sólo estaríamos ante el apogeo del cristianismo frente al Islam, sino que su victoria se extendería sobre los viejos mitos gentiles. Un poco torpe, tras haber hecho el parangón, aunque a pie forzado, con la Iliada. Y mientras tanto, Tancredo de caballero a monje guerrero, aplicando el sacramento. ¿Da alguien más en este enredo? Por Dios, que no merece la fe, cualquiera que sea su función, semejantes triunfos literarios. Le dio más Shakespeare, que tuvo al menos temple y acierto para aguantar estos envites.


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