Cuando una asimetría se resuelve en beneficio mutuo de los concurrentes se pone de relieve el profundo valor de la diferencia. Me quedaré con esta primera conjetura, e iré a sus oportunas consecuencias, pero en un terreno sorprendente y menos resbaladizo que el político, donde seguramente habría que acotar el enunciado hasta el exceso.
De hecho esta calentura lapidaria me sobrevino mientras escuchaba subyugado La clemenza di Tito y, ya próximo el desenlace, sonaba el aria Non più di fiori. Vitellia ve en ese momento con temor cómo sus asechanzas hacia Tito han quedado al descubierto y no le queda confiar sino en su clemencia. En ese dúo, que mantiene con el corno di bassetto, asistimos a una de esas raras epifanías instrumentales que nos regala la música. Con este emparejamiento, Mozart demuestra que el diálogo no debe forzosamente quedar encerrado en la mera armonía, sino que puede resultar más vívido explorar la asimetría mediante el contraste de tonos. Los agudos de la soprano y las sombrías réplicas del clarinete son la mejor ilustración de la angustia con la que Vitellia se enfrenta a su previsible destino. La rúbrica final del efectista coro Che del ciel viene a subrayar la inminencia del augusto juicio.
Ahí se me fue la cabeza en busca de otras réplicas en las que la soprano se enfrentara en desigual lid a vientos y maderas. No tardó en venirme una de las más célebres. Me refiero al aria Quia respexit humilitatem del Magnificat de Bach. El encuentro de la voz con un óboe, que arranca doliente su discurso, es una de esas heridas irreparables, una emoción que queda en tí para siempre. Nadie apreciará afanes de emulación en esa sintonía. Del rigor compartido, en una partitura bajo la tutela del bajo, nace un diálogo que sólo parece buscar la exaltación mutua. Un óboe tan sublime no puede sino realzar la confesión de María, cuya voz le arrebata a su vez toda condición mundana para llevarlo hasta la gloria. En ese clima la irrupción del coro con Omnes generationes multiplica las voces y la asimetría al oponerlas a la orquesta.
Hay también soluciones más festivas y evocadoras. Una de las más brillantes la recordé en Händel, en una de aquellas Cantatas italianas, compuestas para el Cardenal Panfili, justo antes de su fulgurante carrera británica. Se trata de los Pensieri notturni de Filli, donde encontramos a la pastora Filis, sumergida en plácidas ensoñaciones de amor. Como contrapunto a la soprano, que relata la escena siguiendo al bajo continuo, es aquí la flauta dulce la que va coloreando el curso de los sueños. Puede que la cantata carezca del empaque y la gravedad de las obras anteriores, pero rebosa frescura, particularmente su aria final, Ha l’inganno il suo diletto. El diálogo es risueño, como un juego en el que flauta y soprano se disputaran el fraseo. El peso de la voz cantante, en la que ambos alternan, nunca consigue apagar en esta sucesión de cruces la ligereza de la melodía.
Y así del dramatismo de la ópera llegué a la ligereza de la égloga, pasando de camino por la solemnidad de la oda. Aunque en todos los casos los concurrentes se sabían llamados a un encuentro desigual, nunca pareció faltarles ánimo concertante. No sabemos si entender como un ejercicio de intuición o de razón lo que a partir de ahí logró la música.
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