domingo, 21 de febrero de 2010

El monumento y sus espectadores


J. Yárnoz, V. Eúsa, Navarra a sus Mvertos en la Crvzada (1942)
Desde su alta consideración el visionario provoca como el sol radiante, a partes iguales, fascinación e intimidación. No se trata de dos sentimientos alternativos, sino de uno solo que tiende silenciosamente a apoderarse del incauto paseante, convirtiéndolo en un pasmado espectador. Algunos ven en la aparición del visionario el anuncio de los nuevos tiempos. Puede que así sea, que con su impronta marque los tiempos hasta transformar en futura gloria lo que sólo es fruto de su ensoñación. Traer al presente ese sueño, reconocerlo en piedra tangible, es un espectáculo que ese visionario se siente obligado a rendir como prueba y testimonio ante su absorto espectador. No basta con presentar imágenes mediante el uso de tecnología. Para contar sueños se necesita algo más, el relato debe ir acompañado de un nuevo modo de ver.

 Albert Speer, Deutsche Stadion bei Nüremberg (1938)
Para ese fin el repertorio de artes útiles es variado y casi todas enseñan a mirar más allá, pretendiendo captar lo que no se llega directamente a ver. En el arte de apilar piedras, en la arquitectura, resaltar el carácter emblemático del monumento es un recurso de sobra conocido. Sugerir un volumen que acoja miradas necesitadas de confianza y protección, concita líneas de fuerza soterradas, orienta a las multitudes, consiguiendo que todo ello se traduzca en un rápido respaldo social. Este poderoso instrumento confiere al visionario la posibilidad de hacer ver su sueño, pero también la de ejercer su dominio en el espectador. Las escenografías arquitectónicas parecen explorar la ingenuidad, buscando anclar las miradas como en un espectáculo hipnótico.

Étienne-Louis Boullée, Projet de cénotaphe à Newton (1784)
En el ámbito de lo político el mecanismo se presta fácilmente al abuso. El visionario megalómano, con su querencia por el diseño monumental, quiere enseñar los parámetros morales que guían la nueva era de progreso. Por eso su arquitectura es impensable sin la revelación de un credo. Curiosamente no es demasiado decisivo para el resultado que el credo sea teísta o racionalista. Ambos han alentado a lo largo de la historia en el espectador un estado de fascinación, que favorece el sometimiento político. Su grado es directamente proporcional a las dimensiones y a la rotundidad del monumento que escenifica ese credo. Las sospechas de seducción valen tanto para las pirámides y los monumentos de la antigüedad como para los emblemas de la ilustración o de los tiempos modernos. La diferencia es que, mientras que en los primeros es más que manifiesta la petición de servidumbre, en estos últimos, apenas se consigue identificar al megalómano que maneja los hilos, o a sus directos beneficiarios políticos. En otras palabras, a quien habla en nombre de la razón.


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