jueves, 4 de febrero de 2010

La ciudad, camino del Paraíso



A mí Pamplona me sigue trayendo a la memoria los versos que en su Paraíso dedicó el Dante a la vieja Florencia: «Dentro del antiguo cerco de sus muros, donde aún sigue oyendo tercia y nona, vivía en paz Florencia, sobria y púdica». Convendría añadir que este tercer libro de la \textit{Divina Comedia} se escribió en torno a 1315, mientras que el auge y apogeo de la gloriosa república, cuyos monumentos y obras admiramos, llegarían en siglos posteriores. Dante, que vislumbraba un porvenir marcado por tiempos aciagos, no podía sino recrearse en la imagen de una plaza medieval y casi angélica, reflejo de esa Jerusalén gótica insistentemente reclamada por el cielo para gloria de sus patriarcas y con desprecio de su parroquia.

Así quiere ser también la nuestra. Muy noble y leal plaza, donde los muros como en Jerusalén se veneran, donde los santos marcan la senda recta a las gentes y a las bestias, donde gremios y artesanos desfilan amedrentados como sombras, donde los tribunos se curten en el despiece del erario y los consejeros despachan los favores de palacio. Rige en lo más alto de él una astucia vaticana, animada a partes iguales de curiosidad y malicia, ante la que vamos reculando día a día, camino del abismo, hacia los fosos. Su tropa, tan guerrera como presa de fervor divino, recorre las calles enardecida, en patrullas y procesiones, y dueña desde siempre del castillo sigue fiel a su insensata victoria. Y así, mientras parte hacia el Paraíso con su vanguardia de arcángeles, el resto de la ciudad definitivamente se ignora.


Posdata: [1] Canto XV, vers. 97-99.

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