Ahora que Pandora se ha convertido en un venturoso jardín cinematográfico, valorado en una pila de millones de dólares, por el que podemos extender las gráciles alas de nuestra ilusión sin temor a estrellarnos, sólo la tierra abierta por el terremoto nos remite a la actualidad del mito, a la caja de Pandora. Con nuestra vista fija en la gran pantalla, viendo evolucionar a una tribu de criaturas volátiles que pugna por rescatar en nosotros emociones olvidadas, poca sensibilidad nos resta para los espectáculos que oponen la realidad cruda a toda esa naturaleza figurada. Y menos si de antemano sabemos que aquí las emociones nunca serán balsámicas sino angustiosas. Mal asunto, volver la cara al infierno, mientras seguimos sumidos en ese plácido aturdimiento mental y engullidos en la butaca.

Mirar sin ver es privilegio del espectador que absorto en imposibles azules ha perdido la mirada. James Cameron, el creador de la Pandora virtual, ha afirmado, tras el éxito de taquilla de su primera entrega, que los na'vi y su mundo no merecen ir a la basura porque aún puede ser rentables. Una rentabilidad con la que por contra no cuentan los desheredados del azul, los auténticos hijos de Pandora, que ni mueven a compasión ni logran atraernos más de un telediario. Las geografías arruinadas, que tanto embelesan a las mentes marchitas y románticas, parecen desmerecer cuando se humanizan. Así que conviene insistir: no es que esas ruinas fueran un día de los hombres, es que aún están ahí, lo que se mueve no son tozudas hormigas. Recordemos, por último, que lo único que nunca salió de la caja fue la esperanza. Pandora la cerró a tiempo. Y ahí debería seguir, como reserva para nuevos tiempos, no vaya a ser que corra peligro de perderse definitivamente.
Creds.: W. Crane, Pandora Opens the Box, de The Greek Mythological Legend, (1910)
Creds.: W. Crane, Pandora Opens the Box, de The Greek Mythological Legend, (1910)
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