martes, 12 de enero de 2010

El mensajero de las estrellas


Europa, Ganímedes y Calixto protagonizaron hace hoy 400 años una memorable jornada. Orbitaban como siempre alrededor de Júpiter, pero esta vez Galileo los vio y hasta podría decirse que les salió al paso. Lo que hoy son satélites no eran más que simples objetos perdidos en el firmamento, quizá estrellas más o menos brillantes, cuyo movimiento había pasado hasta entonces inadvertido. Apuntar con el telescopio no era común en la época, porque el número de estos instrumentos era muy escaso y su factura artesanal y complicada.

En realidad todo sucedió de noche, la del 7 de enero de 1610. Vigilar y estudiar el paso de los cuerpos celestes había interesado siempre. Era el cometido de los astrónomos, y antes de ellos lo fue de otros sabios. El oficio, durante siglos noble y avanzado, llegó a verse muy maleado por la inquina de la iglesia católica, para la que los astros y su evidencia física competían con ventaja al sagrado dogma y a sus figurantes. Cualquier afirmación desviada del sentido común era puesta bajo sospecha, aunque contara con el crédito de toda la lógica aristotélica. Por otro lado invocar a Aristóteles tampoco era de gran beneficio para el astrónomo. Si estableció que los graves caían a la tierra porque era el centro del mundo, no puede decirse que estuviera por el análisis de órbitas, y quizá por eso se convirtió en credo y guía para toda la filosofía de sacristía.

El desafío a ese credo no era tampoco tan general entre los sabios. El tema de la trayectoria, por ejemplo, no se planteaba. Fuera cual fuera el paso de la estrella la geometría tolomeica parecía simularla sin problemas con un complicado juego de epiciclos y círculos semovientes, siempre con la Tierra como centro. Pero no sólo Aristóteles era una rémora, también el regusto platónico por el círculo como curva perfecta tuvo sus efectos doctrinales. Tontamente se llegó a creer que fuera del círculo geocéntrico no había salvación ni explicación.

Mejor volvamos a la noche en que Galileo dispuso el telescopio, abrió el cuaderno y pacientemente fue observando el firmamento a medida que tomaba nota. Más o menos alineados, entre Oriente y Occidente, registró la posición de Júpiter y tres de sus satélites.
Todo hubiera podido quedar en una observación, en un dato. Ni sabía que eran satélites, ni sabía que había bastantes más. Simplemente tomó nota. Unos días más tarde la disposición había cambiado, como si algunos de los cuerpos se hubieran movido. Algo así como si fueran lunas en torno a Júpiter, que por su brillo se distinguía entre ellos sin dificultad. Así que un segundo registro pasó al cuaderno corrigiendo al anterior.
Comparando ambos no parecía probable que fuera Júpiter el que hubiera mudado su posición, porque estos planetas se mueven de un modo lento y probablemente hasta era conocido su movimiento. Más bien serían los otros astros los que se habrían desplazado en torno a él. Alrededor de Júpiter algo giraba. Quedaba por establecer si regularmente y en tal caso según qué regla.

Hoy conocemos con algún detalle qué se oculta tras esos asteriscos. La primera noche tenía ante sí, de Oriente a Occidente, a Ganímedes, Europa, Júpiter y Calixto. Mientras que en la segunda Ganímedes se había ocultado, pero a poniente de Júpiter lucían Ío, Europa y Calixto. A comienzos de marzo de ese mismo año Galileo presentaba en Florencia un breve tratado, titulado Sidereus nuncius (El mensajero de las estrellas), con el fruto de estas y otras observaciones. Júpiter que veía orbitar al menos cuatro satélites era el mejor contraejemplo de un firmamento declarado doctrinalmente geocéntrico.

Nada es casual. La paciencia es un suelo fértil sobre el que se alzan sin temor las verdades. Sólo el malhumor eclesiástico, el hijo más odioso del azar, parece haber sobrevivido, cernido como un monumental nubarrón sobre toda esa deslumbrante arquitectura astronómica.

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