Un día quizá puedan ser rescatadas del éter ondas que nos pertenecieron. Nuestra propia voz, largo tiempo ahogada en un mar del silencio, volverá. Y volveremos a oír cómo saludábamos al anónimo compañero, cómo llamábamos a comer, cómo entonábamos trinos en el coro... Pero seguro que si revisáramos una a una todas aquellas emisiones, veríamos que nada de lo que dijimos estaba destinado a perdurar. A veinte metros de donde se dijeron nadie sabía de nuestras palabras, a los veinte minutos nadie las recordaba. En realidad, el alcance de nuestro discurso va poco más allá de nuestro aliento. Conviene recordarlo para no caer en la ilusión de que nuestras palabras son perennes. De lo contrario empieza uno a escuchar el eco de su propio discurso, sintiéndose ante un auditorio cautivado con el que entra en fingidas réplicas y contrarréplicas. No, no nacieron nuestros mensajes públicos —y menos los privados— con esa idea de perennidad, porque nadie habla para que le oiga el tiempo.
Nuestras palabras, por más que lo rechacemos, tienen un propósito que casi siempre es inmediato y en el que se reconoce con facilidad un motivo cercano, casi doméstico. Los que las emiten al espacio buscando la precisión con mucho esfuerzo, suelen insistir en el sentido que las distingue y las hace propias. Según ellos, lo que diferencia a las palabras predestinadas a durar de los simples gestos sonoros, con destino más inmediato, es la sensación de verlas de pronto elevarse y desaparecer en el aire, como si las llevara un leve relampagueo. Quienes cultivan estos magistrales sonidos lo reciben como signo evidente de que Júpiter se ha hecho con su voz y de que su discurso navega firme por el firmamento. Movidos por la ilusión, imaginan que sus discursos radiantes sobrevuelan territorios hostiles haciendo a todos visible una estela de razones lógicas y sólidas. Generalizar tiene esto, que en un instante trasciendes desde los primeros pulsos vitales hasta lo eléctrico, y desde ahí crees ingenuamente dominar con tus palabras el tiempo.
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