A día de hoy la transparencia se impone al ciudadano como una exigencia, como un ejercicio de responsabilidad recogido en la letra pequeña del contrato social. Esa exhibición, que sólo vale si es de inocencia, nos obliga a desdoblar nuestra actividad y adaptarla a los criterios de aceptación social. Lo aceptable será mostrado sin recato, lo no aceptable será ocultado con recelo y temor. Entretanto, la invasión de lo privado se presenta como un avance social, que rasga el velo sagrado e hipócrita de la intimidad personal. Los aplausos llegan desde el fondo de una sala enardecida a la que se ha invitado a husmear.
En esa avanzadilla, al escritor parece encomendársele como tarea didáctica y ejemplar la transparencia, aun cuando poco ejemplo haya que vender. El lector, esa figura imprevisible y cada vez más venerada, dice agradecer el esfuerzo, pero no siempre da muestras de percibirlo. En otras palabras, apenas es sensible a ese ejercicio de transparencia. Si observamos su comportamiento, parece como si se valiera de la transparencia para revivir a cuenta del autor. A unos lectores les basta con leer para correr una suerte de transfiguración mimética, dejándose llevar aplicadamente por donde el escritor camina. Puede que a otros les fatigue verse sometidos a ese cómplice vaivén, sobre todo si no sintoniza con su actualidad. Pero muchos de ellos se convierten en lectores compulsivos que rastrean las páginas en busca de emociones que ellos mismos son incapaces de forzar. Otros, de la misma familia de insatisfechos, al agotar las claves de interpretación pasan a idear un fabulador paralelo y propio, trasunto del escritor, del que extraen inverosímiles confesiones. Estas declaraciones, que usan para revestir al autor con algún atuendo corto de talla, se muestran luego sin pudor, y a veces hasta se venden junto a la obra como una aguda y perspicaz interpretación, en demérito del desnudo autor y a mayor gloria de su 'crítico' lector. Frente a semejante abuso de los lectores, le queda al autor la posibilidad, casi divina, de manifestarse sin ser visto.
El anonimato es una elección en auge para la que se dispone de sobrados recursos. La palabra no es sólo modo de expresión, es algo más prosaico, es pieza elemental de un código de comunicación y como tal sujeta a fórmulas de referencia. Poco cuesta, pues, tomar de la tipografía el símbolo que pulcramente señala la omisión voluntaria de referencia. Si vale para llamar a alguien 'Hijo de p***', también vale para el nombre propio, para la identidad personal, aunque sean más los que buscan el mote o el alias como estratagema. Esta economía, con que la acción evasiva se concreta en el asterisco, dice algo de su necesidad. Su propia forma de estrellita viene a reflejar su función, la de deslumbrar y confundir con su pequeño brillo estelar ese apetito desordenado de referencias.
El problema es que este tipo de elección desarrolla en el autor una faceta perversa. Ya que se ha apelado a la palabra, podemos empezar por preguntarnos qué quiere decir actuar bajo palabra y hasta dónde alcanza el compromiso de dejar el tema por escrito y suscrito con firma y fecha. No es aquí la responsabilidad social, sino la personal, la de responder a una acción que nos pertenece, la que importa. No estoy seguro de que la identidad sea una cuestión de referencia nominal, más o menos eludible, más bien sería un exigente ejercicio de reinserción social, no pocas veces ajeno a nuestra voluntad. Un amigo, orillado de casi todas las corrientes, formulaba en crudo esa agonía cuando me preguntaba: ¿Y cómo estar sin ser? No vi fácil la respuesta, tampoco hoy. Pero pienso que quizá sea preferible ser, aun a riesgo de no estar.
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