En su consulta recibe Benito Galarraga, doctor en Medicina y Cirugía, a su viejo amigo Remigio al que acompaña Fermín, un primo del pueblo aquejado de un extraño y persistente dolor, más que nada para sobrellevar con él el penoso trance médico, ayudarle a hacerse entender y de paso saludar a Beni. Con voz débil y entrecortada cuenta que el mal se le presenta «como una sombra aquí delante, en la caja, como a media altura». Mientras el doctor se prepara para explorar al balbuceante paciente, Remigio se coloca detrás de su primo para ir insuflándole ánimos. De los consejos pasa a calentarle la oreja con encendidos elogios y exageradas alabanzas sobre las muchas y reconocidas dotes y buen hacer de Galarraga, que enfrente resopla molesto a medida que se va poniendo los guantes. En esto entra la enfermera empujando un carrito con un descomunal artefacto del que cuelgan tubos de goma y unos cables. Palidece repentinamente Fermín, da un respingo y retrocede.
—No temas— le serena Remigio, —aquí todo te va a ir como si estuvieras en manos de los ángeles custodios.
Al oírle Galarraga, ya pronto a poner la mano en el paciente, se detiene y se dirige serio hacia Remigio:
—Creo que ya puedes irte tranquilo y cederme su custodia. Pero en lo que haga, bien o mal, respondo sólo de mí, no de esos méritos, que son muy pesadas esas alas que me pones.
Tras despedirse de Remigio como quien emprende un viaje incierto, Fermín se extiende como un cordero sobre la camilla y cierra los ojos. Al momento siente una ráfaga, parece el vuelo inconfundible de San Miguel arcángel, y nota que son sus manos diestras y angelicales las que le palpan y exploran.
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