Da la impresión de que la estancia de Diego Rivera en los Estados del Norte durante 1931 produjo en él un efecto profundo. Es probable que ese efecto no esté muy alejado del que afecta a muchos de los que hoy en día viajan a un nuevo mundo, por más que sus circunstancias de acceso sean bien diferentes. De lo que hablo fundamentalmente es de esa fascinación por la gran ciudad, a la que se percibe como foco del progreso. Para el marxista, y Rivera lo era, el eje del progreso sería la clase obrera, y el propio progreso debería ser visto como resultado natural de su emancipación frente a la explotación. La ciudad no llega a cuajar del todo en este discurso, sería más bien un fenómeno colateral. Los efectos visibles de este enfoque nos son bien conocidos: fórmulas de alojamiento industrializado para las masas, concentración de los puntos de abastecimiento y encuentro, y escenificación monumental de los logros colectivos. En esta panorámica gris, el obrero anónimo debería aparecer como actor principal, como el héroe de la nueva epopeya.
Diego Rivera, The making of a fresco, showing the building of a city (1931) San Francisco Art Institute, California School of Fine Arts |
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