Osip Mandelstam |
Y nos viene entonces a la mente todo aquel entusiasmo encendido, que se verá después traducido en hábitos de potencia arrolladora. Ese canibalismo lector, que nos llevaba a devorar páginas y que con la edad se torna indigesto, o ese dejarse arrastrar por la furia literaria, que nos sacaba de la rutina para empujarnos hasta el ensueño y el delirio. Han sido esos dos turbadores pechos los que nos han ido nutriendo para crecer como tierra literaria fértil. Amorrados al primero sorbíamos ávidos las emociones, creando una sensibilidad despejada y glotona. Al segundo nunca le fuimos fieles, pues tan pronto como las ansias se fundían en ese pecho, renacíamos libres por encima del frenético lector hacia nuevas latitudes.
Ese agradecimiento profundo de Mandelstam es también el mío cuando vuelvo a oír de labios del P. Beñarán, con imponente entonación en medio de un sepulcral silencio, el texto literal de las obras de Faulkner, Ionesco y Beckett. De aquellas fuentes, hablo de los años 60, llega esta encrespada corriente literaria. Desde esta orilla saludo emocionado la figura lejana y borrosa del cura que se adivina oscuro en la otra. Junto a ella, la de todos los que nos animaron a abrirnos paso furiosos, a vivir abiertos a las palabras y a componer con ellas mundos libres. De nuevo coincido aquí con Mandelstam: «¡Qué bueno fue para mí haberme encariñado con la pelirroja llama de su furia literaria y no con el fuego de las lamparillas litúrgicas!».
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