miércoles, 29 de diciembre de 2010

Obra menor


J. I. van Ruisdael, Pantano en un bosque al anochecer (1660)
Museo de Bellas Artes, Bilbao.
Los museos al ser normalmente entendidos como un entorno en el que el visitante se expone prolongada y programadamente a algún Arte sublime, suelen resultar aberrantes en su pretensión y obligadamente absurdos en su planificación. El aire de almacén de cacharrería fina que los envuelve arruina casi todas las emociones espontáneas, pero a cambio concierta un Ohhh sinfónico del público en las salas de relumbrón. Cuando las salas son temáticas y vas cambiando de tercio, aún tienes alguna posibilidad de oxigenarte y continuar a ritmo de visita. Pero para ello conviene renunciar a la asistencia de guías y dejarte ir hacia los puntos que te reclaman. A veces serán obras menores, perdidas en el voluminoso catálogo de trabajos expuestos, las que te sorprendan con detalles que sólo tú pareces advertir y que de algún modo te significan.

Cuando las encuentres, no des cuenta de ello ni gastes retórica, porque no tienes que justificar tus emociones; no te recrees como si fueras su maravillado descubridor, porque otros antes que tú también se fueron en el secreto. Tan solo habrás hecho destacar el día entre el gris de la rutina, como aquel en que fuiste a Bilbao a pasearte por el Museo de Bellas Artes. Tampoco sabrías indicar en qué sala se encuentra, porque te salió al paso, un cuadro pequeño, una floresta enmarañada y entreverada con verdes oscuros. Había reflejos en el pantano del fondo, contraluces anaranjados en el cielo y las copas de los tortuosos árboles azotadas por el viento: un ambiente entre agobiante y sombrío, un refugio inhóspito y sospechoso, una noche de sombras mayúsculas con luces sembradas de desasosiego.


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