Provoca, claro, hasta adueñarse por un momento de todas las pantallas. A fin de cuentas son estos «picotazos» impenitentes los que las mantienen en activo. Este asunto es tan chirriante a la vista, y su análisis tan necesario, que urge sacar al analista que llevo dentro para preguntarle —desde la distancia y como tronado gagá— acerca de quién está tras Lady Gaga. Por manida esa pregunta —para empezar, un poco ingenua y amateur— viene a anunciar que echarle el foco encima poco o nada nos dirá. Hemos conocido fenómenos similares, anunciando casi siempre profundos cambios en la concepción y venta de ferias y espectáculos. Para mal o para bien ella es mero producto y lo que de veras nos diría algo más es quién está detrás de esas pantallas. Tampoco eso es difícil. El quién no queda muy lejos del objetivo perseguido por los mercados de inventos y truculencias, y supeditado por completo a él.
Otra cosa serán los que están delante, que también importan y que son los pacientes complacientemente provocados. Algunos asumimos la provocación, así en genérico, como una estimulante terapia de choque, como un modo casi lisérgico de remover neuronas y poner al día nuestra capacidad de adaptación, más que nada por darnos curso evolutivo y no vernos disfuncionales en vida. En los devotos, sin embargo, toda esa ventolera parece absorberse con avidez, como una estimulante ráfaga de aire, aire más bien revenido y espeso que nuevo, en un ambiente tirando a asfixiante. Mirando al público de devotos y no devotos en su conjunto, bien se ve que la ganancia común es el estímulo procurado con la provocación. Y ahí es donde el analista de pago da voces de asombro y, tras hacer su cucú en una revista del ramo, profundamente afligido se escandaliza, porque esos estímulos con su desproporcionada medida están también midiendo un estado colectivo, llámesele social o global, de extendido embotamiento y atonía.
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