Con el premio entre manos se dirigió hacia la tribuna acompañado por el cálido y rendido aplauso del selecto público asistente. Una vez allí permaneció por un instante entretenido en sacar unos folios del bolsillo y en acomodarse las gafas. De repente su gesto se endureció y echó hacia atrás la cabeza con los ojos entrecerrados. Al volver en sí su mirada parecía extraviada en algún oscuro rincón del fondo de la sala, pero pronto la atrajo hacia el atril, donde fue extendiendo con paciencia sus papeles. Agarró con firmeza sus estribos laterales y ensayando un mohín de cortesía hacia autoridades, focos y cámaras comenzó a hablar. Quiso entrar en tema haciendo mención —porque así convenía al asunto, según dijo— a un afamado poeta sueco, cuyo nombre por sobrentendido obvió, el cual en el ocaso de su carrera sintiéndose como escritor en el papel de gran director de asuntos universales, tuvo a bien escribir estos humildes y luminosos versos:
«¿Sabes tú aire que yo soy la luz?
¿Sabes tú cielo quién te viste de azul?»
Al oírlo me sentí interpelado como una vulgar mota de polvo cósmico y sometido al imperio de los intérpretes clarividentes. Creí probable incluso que no existiera poeta sueco, que todo formara parte de una soberbia puesta en escena. Los versos parecían alentar la entrada de Dios todopoderoso en el escenario. Más pompa que belleza, demasiada, desmedida para quienes entreven a lo sumo inciertas auroras. Tanto sabía el poeta o el premiado que me sentí ajeno a su mundo, y opté por la retirada de inmediato. Todo hacía suponer que, si ese hombre se había sentido luminaria en medio de esas galas boreales, lo venidero no podía ser mucho mejor.
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