Nadie se acuerda ya de aquel entrañable corazón que nos enamoraba y que animaba nuestro pecho con suspiros, risas y llantos. Todo aquello es hoy una decadente metáfora que camina imparable hacia su definitiva desgracia. Pudo esa jerga sistémica, que tanto domina y agrada, haberla rehabilitado y conservado para el coloquio concediéndole, a falta de funciones, algún tipo de beneficio histórico. Le hubiera bastado al corazón un título, algo virtual como centro cordial de levedad —un contrapeso al de gravedad que arrastramos—, o quizá mejor, algo más administrativo como sede personal de operaciones emocionales. Pues no, nada de eso ha sucedido, el lenguaje empieza a ser un gobernante demasiado estricto. Con las crecientes exigencias la metáfora ha llegado a nuestros días agotada, convertida en un símbolo residual, gazmoño y ridículo. Y mientras ese corazón, con todo su halo literario, poco a poco se desvanece, vemos renacer uno nuevo en metáforas mucho más rudas y laboriosas. En la discreta categoría de símil funcional, el corazón ha vuelto a las pantallas, pero como una simple bomba de riego corporal. Una severa lección de humildad para aquel corazón en su día omnipotente, que algunos insensibles agravan incluso, al dejarlo en mero recipiente con el que trasegar de un lado a otro del cuerpo los anodinos nutrientes. Avejentado y sometido a fatiga, a nadie debería extrañarle: el corazón se nos va. Hasta la sangre, su imagen consorte de siempre, ha salvado sin problemas el final de la lírica y ofrece su nuevo servicio como metáfora violenta. Puede que eso les haya hecho distanciarse, algo muy natural. Si la sangre finalmente lo repudia, aquel entusiasta corazón, aquel que nos enamoró, tiene contados sus días.
martes, 26 de julio de 2011
El corazón se nos va
Nadie se acuerda ya de aquel entrañable corazón que nos enamoraba y que animaba nuestro pecho con suspiros, risas y llantos. Todo aquello es hoy una decadente metáfora que camina imparable hacia su definitiva desgracia. Pudo esa jerga sistémica, que tanto domina y agrada, haberla rehabilitado y conservado para el coloquio concediéndole, a falta de funciones, algún tipo de beneficio histórico. Le hubiera bastado al corazón un título, algo virtual como centro cordial de levedad —un contrapeso al de gravedad que arrastramos—, o quizá mejor, algo más administrativo como sede personal de operaciones emocionales. Pues no, nada de eso ha sucedido, el lenguaje empieza a ser un gobernante demasiado estricto. Con las crecientes exigencias la metáfora ha llegado a nuestros días agotada, convertida en un símbolo residual, gazmoño y ridículo. Y mientras ese corazón, con todo su halo literario, poco a poco se desvanece, vemos renacer uno nuevo en metáforas mucho más rudas y laboriosas. En la discreta categoría de símil funcional, el corazón ha vuelto a las pantallas, pero como una simple bomba de riego corporal. Una severa lección de humildad para aquel corazón en su día omnipotente, que algunos insensibles agravan incluso, al dejarlo en mero recipiente con el que trasegar de un lado a otro del cuerpo los anodinos nutrientes. Avejentado y sometido a fatiga, a nadie debería extrañarle: el corazón se nos va. Hasta la sangre, su imagen consorte de siempre, ha salvado sin problemas el final de la lírica y ofrece su nuevo servicio como metáfora violenta. Puede que eso les haya hecho distanciarse, algo muy natural. Si la sangre finalmente lo repudia, aquel entusiasta corazón, aquel que nos enamoró, tiene contados sus días.
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