Los cuatro caballos de la basílica de San Marcos en Venecia bien podrían servir como emblema de la codicia y la belleza. Napoleon se los llevó a Paris en 1798, donde fueron acomodados hasta su derrota de Waterloo en lo más alto del arco del Carrousel. Su periplo empieza, sin embargo, mucho antes de su estancia en Venecia. Allí llegaron en la Edad Media como botín de guerra, pero anteriormente coronaban un ala del famoso Hipódromo de Constantinopla. Probablemente tiraban de una cuadriga y aparecieron en la antigua Bizancio quince siglos antes, procedentes de la isla de Quíos como regalo de su tirano.
Fuera o no en nombre de la fe, en nombre de la cristiandad latina encabezada por el Papa, los cruzados saquearon Constantinopla en 1204 y la despojaron de sus riquezas. La lista de estatuas que allí desaparecieron debió ser larga, tan larga como la rapacidad de los saqueadores. Su destino nos ha sido referido por Niketas Choniates en su Historia:
Aquellos bárbaros, que odiaban lo bello, no permitieron que las estatuas presentes en el Hipódromo y otras obras de arte maravillosas escaparan a la destrucción, sino que hicieron con todas ellas monedas. Y así fue como grandes cosas se cambiaron por pequeñas, y aquellas obras creadas con enorme esfuerzo se convirtieron en monedas de cobre sin valor.
Podemos suponer que los caballos competían en belleza y valor con las estatuas que Niketas cita en su obra e incluso con otras de las que apenas tenemos noticia. A muchos les gusta creer que estos caballos de San Marcos representan, en medio de las vicisitudes, la pervivencia de la belleza intemporal. Lo cierto es que la historia de su disputada posesión no refrenda ninguna belleza moral, pero si aun así fuera, la creencia en esa pervivencia sería equivalente a afirmar que la desaparición de las restantes estatuas, la inmensa mayoría, constituye un sonoro triunfo del dinero. En realidad, ateniéndonos a esa mayoría, más claro resulta este segundo triunfo, que muestra probablemente el valor y el destino natural de la belleza.
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