Si la matemática fuera una pantalla, lo infinito aparecería en ella como una imagen de lo absoluto, de lo que no admite recuento final. Cualquier distinción que se haga entre infinitos podría ser trasladable a lo absoluto y por simpatía a los modos en que se ejerce el dominio. Con cierta extrañeza Aristóteles hacía en su Física una de esas distinciones, señalando que «lo infinito resulta ser lo contrario de lo que se nos dice que es», y continuaba apuntando que lo infinito «no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino (..) aquello fuera de lo cual siempre hay algo». La idea cuestiona ese infinito asociado al dominio, al todo, y que se suele confundir con él.
Al poner el punto de mira en lo que queda fuera, en lo que no se domina, lo infinito ya no depende del todo, y lo absoluto tampoco consigue encontrar ese tipo de soporte unitario. Nace a partir de ahí un absolutismo nuevo, que ya no se centra en el espacio que se domina, sino que al situarse fuera de él se reserva el poder de negar ese todo. Ese modo de rebasar el estilo clásico de lo absoluto, el reflejado en un infinito dominante, recuerda un poco a lo que cuenta Sciascia de la percepción siciliana del poder: «El privilegio no consiste tanto en la libertad de gozar de determinadas cosas, como en el gusto de prohibirlas a los demás».
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