De guiarnos por los periódicos y sus noticias financieras, podríamos acabar creyendo que todo lo que llega a nuestras manos nos es dispensado a cuenta y con retorno a plazo fijo, y que es así hasta para el aire que respiramos. Si de acuerdo con esta impresión la vida es una simple fórmula de crédito, extendida a todo lo que cubre nuestro radio de acción, habrá que concluir que es un negocio ruinoso. Y habrá que empezar a distinguir entre el ánimo imprescindible para disfrutarla y esa invitación a fogueos para mantenerla en caliente —o recalentada, quién sabe—, estímulos que nos hacen ver la realidad como una cruda y permanente disputa con el resto de los vivos por el poder de la ventaja.
No hace falta acatar mandamiento moral para entender que el gasto emocional por hacerse con una de esas posiciones, por auparse con alas hasta hacerse visible a sí mismo por encima de los demás, es un plan a la larga insostenible. Algo recuerda a Dédalo, el arquitecto de vidas laberínticas, sin olvidarnos de su hijo el desfallecido Ícaro. Si con el primero celebramos el vuelo al paraíso, con el segundo reconocemos su dramático coste. Tras la llegada a su destino y la pérdida de Ícaro, seguimos a Dédalo en su destino, caminando bajo el peso de su ingenioso aparejo. Esas alas enormes le acompañarán para siempre, pero no como despliegue de supremacía. Esas alas las arrastrará como grotesco recuerdo del pasado y como muestra de su impotencia para afrontar en su paraíso una nueva vida.
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