Nadie se hace cargo de ese concepto clásico de alma, de raíz aristotélica, cuando se presenta como sede natural del pensamiento y de las pasiones. A día de hoy supondría reconocer la existencia de una misteriosa caja negra emocional con asiento físico desconocido, o peor, perdida por todo el cuerpo. Tampoco las versiones racionalistas, la de Leibniz por ejemplo, parecen dar con la clave, cuando pasa el alma a ser apellidada racional, activando en nosotros un espíritu destinado a discernir las verdades necesarias y eternas, y a distinguirnos de otros animales, aparentemente más simples. En el camino y ajeno a ese espíritu queda, pese al esfuerzo analítico de Burton o de Spinoza, buena parte del caudal de pasiones, particularmente las tristes. El horizonte racional distrae de nuestra atención ese mundo sumergido bajo la razón y nos ofrece una ilusoria firmeza lógica, en un escenario perpetuamente abierto a frecuentes tormentas y regulares mareas emotivas.
A su vez la sociedad, a través de la ciencia, concurre en un modelo de razón que abunda en muy altas y diversas ramas y que más allá del suelo se desentiende de sus raíces. El origen de nuestra lógica no parece que sean los axiomas, a los que podemos tomar, si acaso, por efectos mentales estables, aunque siempre expuestos al ajuste o desajuste de las emociones. Lo peor de perder ese horizonte racional es que esa pérdida se produce sin remisión a ningún otro horizonte. No hay un horizonte emocional inicial en el que sentarse a contemplar el desarrollo anímico de los seres vivos. Esa línea de partida es una idea ilusoria. De lo único que podemos hablar en ese universo emocional, del que los humanos creemos emerger como campeones, es de convergencia y de profundidad. Desde donde nosotros observamos —a veces incluso científicamente—, la convergencia emocional sería el modo en que se van concretando las emociones y capacidades que acabamos viendo desarrolladas en algunos seres. Darwin dejó escritas páginas decisivas en La expresión de las emociones, mostrando las líneas evolutivas que permiten seguir en los seres vivos esos procesos de convergencia.
Por lo que se refiere a la profundidad, el camino es, como en el análisis, mucho más tortuoso. Hay que tener en cuenta que el patrón conceptual que hemos socializado y que tomamos como referencia en el pensamiento pierde nitidez al intentar encontrar referencias emocionales que nos puedan poner en relación con el resto de los seres vivos. Lo difícil es entender en qué modo y en qué modelo social viviente estas segundas referencias, las emocionales, sirven de soporte a las primeras, a las conceptuales. Pongamos un sencillo ejemplo final para hacernos una idea de la seriedad de las dificultades. Pensemos, por ejemplo, en la profundidad emocional de un sentimiento no siempre racional y, sin embargo, socialmente elemental y necesario como es la amistad. ¿Cómo reconocer esa amistad y cómo aceptarla, si quien la ofrece no es racional? Y salvado ese umbral, ¿qué sociedad nos invita a compartir?
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