Imagen tomada de EL PAIS |
En el exterior la emoción se va poco a poco gobernando. Estamos todavía en los primeros golpes de efecto: el presidente y el ministro con la botella del náufrago a primer plano; detrás el tanteo mediático pone rostro a la esperanza. Todo un pueblo son, sobre todo, sus familiares acampados en las afueras de la mina, nunca las televisiones. Estas están a otra cosa y empiezan a amagar con sus trucos para convertir el argumento en una manida sesión de telerrealidad. El más tonto de la clase, siempre con acceso a cámara, lo formula con perversa ingenuidad: «¿Llegará algún héroe a tiempo de rescatarlos?». Mientras el moderador se excusa por las imágenes, a las que «indudablemente les falta la iluminación adecuada».
Piensan que son demasiado sombrías como para ser reales, o al menos como para ser soportables. Saben también que es un material de primera, con un escenario continuo y aislado, con las exigencias de un espléndido guión, y con la brutalidad seca de las secuencias verdaderas. Tienen prácticamente Allien en vivo, ahora sólo necesitan marcar distancias, para que no cunda la angustia entre la televidencia. Nadie sabe aún cómo venderán las inevitables diferencias personales, azuzadas por un ansia de auténtica, y probablemente cruel, supervivencia. Nadie sabe qué efecto tendrá ver ese miedo que se vive, no el que se interpreta frente a las cámaras. Algo se les ocurrirá para ponerlo en escena. Quizá un psicólogo ponderando sobre los primeros brotes de claustrofobia. Quizá un psiquiatra alertando sobre los efectos de la angustia interminable. Quizá un cura rezándoles puntualmente su rosario. ¿Quién sabe?
No sabemos si estamos ante una agonía. Sabemos que serán los suyos, mientras queden a su alcance, los que los mantendrán a flote, contra viento y mareas oportunistas, sacándolos a diario de la sombra, alimentando con su presencia los sueños y aliviándoles del peso cruel y destructivo del miedo.
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