Lo volví a ver no hace tanto. Se había convertido en un personaje propenso al exhibicionismo intelectual, que hacía pases gratuitos y periódicos de sus alabadas dotes retóricas en un Ateneo de provincias. Ajeno a toda discreción, los días previos anunciaba como un espectro su eterno retorno a discípulos, amigos y familiares, con maneras forzadas y conminatorias. Más allá del «espero verte» y del «no me faltes», llegaba su aviso de «esta vez pasaré lista», como funesto reflejo de su ascendente docente. Un tarjetón con la leyenda «tiene el honor de invitarle» y el escueto programa del evento colocaba a los más reacios en el apuro de desairarlo; patrocinaba, y así constaba debajo, el montepío local y todas las fuerzas vivas.
En realidad sus dotes, al menos en el escenario, apenas sobresalían. Aupado en los escalones del estrado, a la luz de una discreta lamparilla, sobre un hilo de voz aguardentosa y monótona, su discurso apenas se sostenía. Reservaba todos sus esfuerzos en no perder el equilibrio y la rima a base de constantes contorsiones argumentales. Y eso cuando la disertación no derivaba en la agotadora búsqueda de nuevas y tentadoras ramas de las que al final se columpiaba con el feo gesto del gorila. En todo caso, los temas, varios y animados, siempre de rancio sabor; el público, entregado y entusiasta, con mucho decoro y algún bostezo; las autoridades, obtusas e impuntuales, pero fotogénicas; la minuta, menos de lo que hoy pediría cualquiera, y previamente abonada en cuenta. De su puño y letra recibía puntualmente la gaceta local una nota menos breve que lo hablado, donde se detallaban además sus propios logros y convicciones, más que nada para que el público en lo sucesivo lo tuviera en cuenta.
De todo esto charlaba con un compañero de estudios, y concluíamos a la ligera que «a la gente de la cátedra siempre le ha tirado la farándula». Entre risas, aún repasamos, por si faltaban, pruebas en sus comienzos como conferenciante. Estaban presentes ya entonces los puntillosos protocolos de los que se rodeaba para imponerse; estaba aquel divertido baile del vaso, la jarra, la lámpara, el micrófono y las cuartillas con el que desentumecía brazos y ahuyentaba fantasmas; y estaba magnífico también en aquel súbito ensimismamiento con el que se ausentaba dejando al público del aula un gesto entre pasmado y enfurruñado. Pero lo más celebrado fue sin duda repescar del pasado aquel tono lastimero con el que se empleaba cuando tras exponer las conclusiones de su ponencia declamaba con muy sentida indignación final, como en una doliente letanía: «Y nadie me imita, y nadie se entera, y nadie me cita».
Lo volví a ver no hace tanto. Se había convertido en un personaje propenso al exhibicionismo intelectual, que hacía pases gratuitos y periódicos de sus alabadas dotes retóricas en un Ateneo de provincias. Ajeno a toda discreción, los días previos anunciaba como un espectro su eterno retorno a discípulos, amigos y familiares, con maneras forzadas y conminatorias. Más allá del «espero verte» y del «no me faltes», llegaba su aviso de «esta vez pasaré lista», como funesto reflejo de su ascendente docente. Un tarjetón con la leyenda «tiene el honor de invitarle» y el escueto programa del evento colocaba a los más reacios en el apuro de desairarlo; patrocinaba, y así constaba debajo, el montepío local y todas las fuerzas vivas.
En realidad sus dotes, al menos en el escenario, apenas sobresalían. Aupado en los escalones del estrado, a la luz de una discreta lamparilla, sobre un hilo de voz aguardentosa y monótona, su discurso apenas se sostenía. Reservaba todos sus esfuerzos en no perder el equilibrio y la rima con sus constantes contorsiones argumentales. Y eso cuando la disertación no derivaba en la agotadora búsqueda de nuevas y tentadoras ramas de las que al final se columpiaba con el feo gesto del gorila. En todo caso, los temas, varios y animados, aunque de rancio sabor; el público, entregado y entusiasta, con mucho decoro y algún bostezo; las autoridades, obtusas e impuntuales, pero fotogénicas; la minuta, menos de lo que hoy pediría cualquiera, y previamente abonada en cuenta. De su puño y letra recibía puntualmente la gaceta local una nota menos breve que lo hablado, donde se detallaban además sus propios logros y convicciones, más que nada para que el público en lo sucesivo lo tuviera en cuenta.
De todo esto charlaba con un compañero de estudios, y concluíamos a la ligera que «a la gente de la cátedra siempre le ha tirado la farándula». Entre risas aún repasamos, por si faltaban, algunas pruebas de aquella época. Estaban presentes ya los puntillosos protocolos de los que se rodeaba para imponerse; estaba aquel divertido baile del vaso, la jarra, la lámpara, el micrófono y las cuartillas con el que desentumecía brazos y ahuyentaba fantasmas; y estaba magnífico también en aquel súbito ensimismamiento con el que se ausentaba dejando al público un gesto entre pasmado y enfurruñado. Pero lo más celebrado fue sin duda repescar aquel tono lastimero con el que se empleaba en cada conferencia para declamar con muy sentida indignación, como en una doliente letanía: «Y nadie me imita, y nadie me quiere, y nadie me cita».
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