Los ritos menores son los que, un poco ajenos al fasto litúrgico o protocolario, resultan más placenteros. Salir al encuentro de la naturaleza encadena una serie de actividades, cuyo carácter ritual parece dar sentido al intento de conocernos conociéndola. A cualquiera se le ocurre que no se va al monte como quien va a por el periódico. Tampoco es precisamente como ir a misa, ni siquiera como ir de romería o hacer el camino de Santiago. De hecho, de los ritos que rigen en ese encuentro, los que me vienen a la cabeza son sumamente sencillos. Son cosas que, por ligadas a la naturaleza, acaban girando alrededor de las tres funciones vitales, ya se sabe nutrición, relación y reproducción. Si salvamos del compromiso quizá a esta última, de la que apenas derivan ritos montañeros, nos quedan las otras dos para las que algún tipo de rito casi nunca falta.
El catálogo de ritos montañeros, cuyos detalles menudos dejaré para otro día, no anda inicialmente lejos del que podría observarse para los viajes. Como en estos, todo empieza con los ritos de preparación, que giran fundamentalmente en torno al itinerario y al equipaje, aquí la mochila. Son ritos básicos y muy personales, que se relacionan con nuestro modo de vida habitual y con nuestro estilo de fuga. Después de estos vienen los que exigen un aprendizaje más largo y específico, conocidos en la jerga montañera como ritos de progresión. Como al final un monte es algo tan natural como una playa, que uno se empeñe en subirlo debe estar más relacionado con el estado de ánimo personal que con su particular orografía. Por eso existen métodos y rituales de sostén psicológico que tienen como fin la animación a perpetuidad del montañero. A ellos hay que acudir con frecuencia para evitar que decaiga y para darle un punto desafiante que le haga la ascensión menos penosa. Junto a los psicológicos, completan los ritos de progresión los relacionados con el refuerzo físico y la alimentación, consistentes generalmente en almuerzos, amaiketakos y cuchipandas varias. Con la nutrición definitivamente representada, habría que ir a los ritos relacionados con la meditación, el retiro y la consecución de fines. No sólo son estos ritos de comunión con la naturaleza los verdaderamente esenciales, sino que son además los que se escenifican litúrgicamente en lo alto del monte. Sin embargo, los pasaré en esta presentación por alto, ya que requerirían de un espacio más amplio y etéreo. Por último, pasados esos tensos y decisivos momentos, cuerpo y espíritu caen en la fatiga hasta tal punto, que se hace necesario apoyarlos con urgentes ritos de reparación física y mental. Son estos muchos y de variada gama: la comida pantagruélica es el más convencional, pero hay también sonadas incursiones en la evacuación y sorprendentes retornos del afán reproductor, que, si bien virtuales, por pudor aquí no detallaremos.
Sólo quisiera detenerme, aunque sea brevemente, en el más modesto de los ritos de este último tipo reparador, en el conocido rito de los pies. El rito es de difícil, aunque no imposible, cumplimiento en invierno. Lo importante es dar con un flujo de agua no excesivamente caudaloso, en el que podamos meter los pies sin vernos arrastrados por la corriente. «Mejor de cuerpo entero» dicen algunos, pero no siempre disponemos de temple para hacernos a las aguas, mayormente si son heladas como suele y nos cubren la tripa. Basta el humilde remojo de los pies tras la caminata para sentirnos reconciliados con la naturaleza ingrata, tanto si se ha culminado en las alturas como si no. Nos deja además este pediluvio la sensación de que no todo ha sido vano, de que si no hemos desatascado nuestra mente, al menos nos vamos a casa con los pies bien limpios.
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