Tomó asiento frente al público congregado. Hubieran bastado unas palabras, un simple resumen del contenido, un breve discurso de disculpa, una declaración de principios, una fe de erratas, un reproche a las musas. Es lo que esperaba la audiencia, pero él alargó simplemente el brazo, abrió la voluminosa cartera y extrajo de ella una gruesa carpeta llena de folios. Plantó con estruendo el grueso taco sobre la mesa y se dispuso intempestivamente a ojearlo. Al cabo de un rato un leve murmullo le hizo levantar la vista. Con una mueca de hastío se fue poniendo lentamente de pie y con los folios en la mano bajó hasta el público. De uno en uno, los presentes fueron recibiendo un poco asombrados, en sucesivas rondas, folios impresos y numerados. Seguidamente levantó la cabeza por si quedaba algún rezagado y, una vez repartidos los papeles sobrantes, como quien oficia una extraña liturgia volvió a su sitio en el estrado. De lo que él podía contar todos tenían ahora una pequeña muestra. Les daría una idea, por parcial que fuera, de por dónde habían ido sus intentos y conjeturas. Unos pronto concluirían el juicio, pero a la mayoría todavía le intrigaba la evolución de un ritual que había entrado en una fase inusualmente creativa. Desde el principio supo que no iba sacarlos de esa intriga con sus palabras. Poco le quedaba por decir, y no sentía ninguna necesidad de explicarse. Alineadas en sus butacas, algunas cabezas descollaban esperando ver novedades en el estrado. Le hubiera gustado que ese público, tantas veces entusiasta y hoy depositario de lo escrito, fuera el que emprendiera la recuperación de la intriga, bien encajando como piezas de un rompecabezas los lotes repartidos, o mejor improvisando folio a folio su lectura pública. No hubo tal, aunque entre el público algunos ya habían decidido empezar a leer esa cuota recibida en custodia, en espera de que las palabras finales del autor le pusieran rúbrica. Mientras esto sucedía, fue cerrando la cartera con larga dedicación. Al acabar tuvo un momento de breve indecisión hasta que empezó a ponerse en pie y cuando lo hizo fue para quedarse mirando anhelante a la puerta de salida. Se volvió finalmente hacia el público y ya sólo tuvo ánimo para confesar: «Olvidé la razón, nunca la tuve, y escribir no sirvió, nunca la encontré. Estos fragmentos insisten en la ilusión, dejarlos juntos sería como crearse una fe».
martes, 31 de agosto de 2010
Capítulo final
Tomó asiento frente al público congregado. Hubieran bastado unas palabras, un simple resumen del contenido, un breve discurso de disculpa, una declaración de principios, una fe de erratas, un reproche a las musas. Es lo que esperaba la audiencia, pero él alargó simplemente el brazo, abrió la voluminosa cartera y extrajo de ella una gruesa carpeta llena de folios. Plantó con estruendo el grueso taco sobre la mesa y se dispuso intempestivamente a ojearlo. Al cabo de un rato un leve murmullo le hizo levantar la vista. Con una mueca de hastío se fue poniendo lentamente de pie y con los folios en la mano bajó hasta el público. De uno en uno, los presentes fueron recibiendo un poco asombrados, en sucesivas rondas, folios impresos y numerados. Seguidamente levantó la cabeza por si quedaba algún rezagado y, una vez repartidos los papeles sobrantes, como quien oficia una extraña liturgia volvió a su sitio en el estrado. De lo que él podía contar todos tenían ahora una pequeña muestra. Les daría una idea, por parcial que fuera, de por dónde habían ido sus intentos y conjeturas. Unos pronto concluirían el juicio, pero a la mayoría todavía le intrigaba la evolución de un ritual que había entrado en una fase inusualmente creativa. Desde el principio supo que no iba sacarlos de esa intriga con sus palabras. Poco le quedaba por decir, y no sentía ninguna necesidad de explicarse. Alineadas en sus butacas, algunas cabezas descollaban esperando ver novedades en el estrado. Le hubiera gustado que ese público, tantas veces entusiasta y hoy depositario de lo escrito, fuera el que emprendiera la recuperación de la intriga, bien encajando como piezas de un rompecabezas los lotes repartidos, o mejor improvisando folio a folio su lectura pública. No hubo tal, aunque entre el público algunos ya habían decidido empezar a leer esa cuota recibida en custodia, en espera de que las palabras finales del autor le pusieran rúbrica. Mientras esto sucedía, fue cerrando la cartera con larga dedicación. Al acabar tuvo un momento de breve indecisión hasta que empezó a ponerse en pie y cuando lo hizo fue para quedarse mirando anhelante a la puerta de salida. Se volvió finalmente hacia el público y ya sólo tuvo ánimo para confesar: «Olvidé la razón, nunca la tuve, y escribir no sirvió, nunca la encontré. Estos fragmentos insisten en la ilusión, dejarlos juntos sería como crearse una fe».
Etiquetas:
cultura
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario