Se podría esperar que del tarro sacara Spinoza algún saludable elixir o algún ungüento floral con los que mitigar la infame tos que le llevaría a la tumba. Pero no. Retira el microscopio a un lado y los papeles al otro, dejando sitio libre en la mesa, despejada y alumbrada por la cálida luz de las velas. En medio coloca el tarro, cerrado con un enorme tapón. De uno de los cajones extrae un pequeño bicho, una araña parece. Levanta entonces el tapón y mira hacia el interior donde se distingue una tupida telaraña. Con la precisión del que se maneja entre lentes, pinzas y esmeriles, coloca la araña en el tarro, confiando en que pronto se presente su propietaria para hacer frente a la intrusa. No tarda en surgir de lo oscuro una araña de singular tamaño e inmediatamente se libra el feroz combate.
Spinoza contempla el curso de los acontecimientos con atención, pero sin mayor estremecimiento, si acaso sorprendido por una ingenua risa. Retiene el aliento y acerca una lupa para así apreciar en detalle el empuje y efecto de los envites. Aquí todo el balance moral debe registrarse en el estilo contable de quien mira. Donde uno quiere ver la arena y sus gladiadores, otro encuentra ágiles movimientos de esgrima y hasta un tercero habrá que se quede extasiado por tan sutil coreografía. El curso solo puede ser fatal y no es un juego, porque es simplemente la vida y porque así está determinado. Cada ser vivo debe acogerse a su suerte, aunque sea hombre, y si lo es, sin extremar la emoción ni caer en el desaliento. Todo lo animado por ese conatus essendi, por ese intento de seguir siendo a impulsos de su cotidiano cometido, debe saber afrontar el 'mal encuentro' con el entusiasmo de quien en la vida cede su testigo, de quien se sabe animado gracias a un aliento que siempre será de todos, esté o no esté en disputa en ese encuentro.
Da noticia de este tarro en Vida de Spinoza (1705), su primer biógrafo, el ministro luterano Johannes Colerus, que residió años después en la misma casa y cámara que el filósofo. Allí es donde lo encontró, justo en la cámara donde lo había dejado abandonado Spinoza, por lo que al entrar en ella, según cuenta, hubo de librar encarnizado combate con un nutrido ejército de arañas guerreras.
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