miércoles, 28 de abril de 2010

Subida a Urdanatz


En el collado de Igoli se alcanza la cresta que empalma Baratxueta con los montes de más al Norte, por donde se va a Baztan. El camino por estas alturas se hace a cubierto por un frondoso hayedo, en el que día a día se ve despuntar las hojas y al verde mudar de color en un lento y concienzudo despertar. Hay un primer tramo con señas de habitación de cazadores, atalayas un tanto aparatosas con su arquitectura metálica desde las que otean y esperan bandadas que nunca llegan. Si rebasas la cuesta, te olvidas de ellos, de sus frágiles augurios y tenderetes, para seguir tu paseo por el borde superior de la ladera. A ratos entre las hayas se abren panorámicas a levante con el sol alzándose indolente sobre Eugi y su embalse. Las aguas retenidas entre montañas e iluminadas en su suplicio dibujan un brumoso contorno frente a los prados. Una súbita ráfaga nos anuncia pinos, que se dejan pronto ver  al Norte sobre un borde rocoso que se asoma al vacío. En cuanto cruzas este menudo pinar y salvas la divisoria, te dejas ir por la ladera a poniente, por la umbría. Las hayas son aquí más tupidas; por tiesas y bien armadas dicen haber ganado más de un combate a las persistentes nieblas. Hoy se mueven plácidas, poniendo rumor de fondo a los pájaros y su ruidosa algarabía. La senda serpentea al ritmo de las vaguadas y ensenadas hasta un nuevo collado. A su lado estuvo hasta hace unos años la borda Gartzunzerena, en el camino que sube de Egozkue. No hay modo de evitar esas ruinas aún calientes, que traen recuerdos entre sumisos e irritantes de arcadias tan libres como prisioneras. Allí al fondo había una balsa, había juncos, había ranas. Alguien habrá aprovechado sus aguas; sólo queda un cerco blanco y un fondo de hojarasca espesa y negruzca. Al pasar se empieza a salir del bosque, la cuesta se extiende por una amplia vaguada despejada llevando a nuestro lado una larga loma. El sendero parece que fuera buscando las rocas escaqueadas entre argomas y brezos, todo sometido al temprano sol, un poco apagado y grisáceo. Arriba, donde la loma culmina y la vaguada se agota, nos espera un altivo roquedo coronado con penacho de hayas. Vamos creciendo sobre nuestros pasos y, a medida que subimos, mirando al fondo emergen espacios: surgen pueblos, surgen prados, surgen bosques, surgen barrancos: todo estancado en el éter, listo para aflorar en mis sueños. Al costado, ahí al borde, como un respingo se empina la cima de Apordoki sobre sus recatadas faldas. A sus bordes se aferran con infantil empeño Aritzu y el resto de pueblos de  Anue al completo. En lo alto, un discreto cordal lo enlaza benévolo a la órbita del sobrio Urdanatz, que con su cúmulo de rocas parece haber desalentado a las hayas. Sólo unas pocas se empeñan en ver el cielo terso, y junto a nosotros despliegan sobre el ondulado relieve sus curiosas miradas.

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