sábado, 10 de abril de 2010

Talento homologado


El severo deterioro de mi autoestima me llevó a reconsiderar mi insistente rechazo a pasar el test de Turing. Tras una semana de profundo aturdimiento, ayer finalmente salí decidido a emprender esa dolorosa prueba. Para quien no lo recuerde éste es un test que discrimina entre los organismos o seres inteligentes y los que no lo son. En mi caso, esta cuestión viene de largo y mis últimas indecisiones no hacen sino confirmar los progresos de un modo de actuar entre remiso e ingenuo, que se ha venido agravando con salidas poéticas y otras crisis menores. Caso de no obtener para mi talento el certificado de homologación y, por lo tanto, de quedar social y oficialmente rebajado, tampoco creo que tenga mucho que perder. Sé que no habrá condescendencia y que inevitablemente se me invitará a engrosar el número de inservibles o a exhibirme en ese museo que vienen montando con extintos talentos.

Al llegar a la universidad me dirigí al Departamento de Inteligencia Artificial, donde me recibió el profesor Teo Bin, un hombrecillo de mediana edad y estatura. Aún conservaba una buena mata de pelo lacio y entrecano, y montadas en su generosa nariz, dejaban ver las gafas dos ojos vivaces e intrigados, que me observaban con interés científico. A esa curiosidad inicial pareció seguir cierta comprensión y, aunque no hubo intercambio de palabras, aprecié en la mirada un grado de cercanía propio de quien se veía en mi lugar. Me hizo un gesto para indicarme dónde podía esperar hasta que llegara mi turno. En la salita pude contar dos robots para automoción, uno doméstico de los que andan por la cocina, un afilador desquiciado, una rara especie de cuentacuentos rural y tres prototipos eróticos desvencijados y con señales de maltrato. El ambiente era deprimente y silencioso. A medida que el profesor los iba llamando, se levantaban, se despedían con un silbido y desaparecían por la cercana puerta con aire apesadumbrado.

Cuando me llamaron no me reconocí por mi nombre. Quería creer que no era a mí a quien reclamaban, aunque ya no había nadie en la salita. El profesor Bin me dio algunas explicaciones sobre el desarrollo del proceso. Yo estaría en una habitación incomunicado, salvo por un dispositivo. Al otro lado un ente ‘inteligente’ iría dando réplica a mis mensajes hasta finalmente decidir sobre la idoneidad de mi inteligencia. Hasta donde recuerdo nunca tuve la sensación de estar desbarrando, pero sí me sorprendió el estilo y contenido de algunas de las cuestiones tocadas en esta especie de chateo. Que si Forster, que si las abejas de Galileo, que si las sombras, que si el obispo de Roma… Francamente, no conseguí encontrarle el hilo a todo aquello. De repente sonó una bocina sorda y sobre la puerta entreabierta se encendió un piloto verde. Salí directamente al exterior del departamento y vi cómo el profesor Bin marchaba a trompicones tras el afilador de la salita dando toda clase de explicaciones a izquierda y derecha a dos fornidos compañeros que lo escoltaban. Justo antes de llegar a un furgón, conseguí alcanzarlos y me dirigí al profesor para saber si tendría mi certificado. Uno de los compañeros me disuadió: «Por favor, Teo necesitará un tiempo de reposo». Entendí entonces que a mí se me daba por homologado.

No hay comentarios: