Es difícil llegar a los demás si vives demasiado tiempo dentro de ti. En esa situación vives para un mundo propio, pero ajeno al exterior, en el que las cosas encuentran reflejo, tal vez desvaído, o por el contrario nítido y hasta amenazador. De ese mundo puedes hacer tu vida, a riesgo de perder contacto con los que te esperan a tu alrededor. Es un mundo vegetativo de suelo fértil para la lógica, para las metáforas, para la creación, pero es también un mundo abierto a mareas y ahogos, denso y frío, donde no hay refugio estable, cuya oscuridad acrecienta el poder balsámico de la luz. Los movimientos en superficie son reveladores, pero rara vez reflejan con su orden la tensión vital que anida en su interior. Algo parecido sostenía el joven Törless de Musil en su alegato final ante el director, antes de abandonar el Instituto, cuando decía que no es necesariamente vivo ese espacio superficial de conocimiento dominado por la causalidad y la lógica, que sólo es vivo el pensamiento sembrado tiempo atrás, que continúa olvidado en la oscuridad y que emerge más tarde poderoso, desde lo profundo, rompiendo ese manto superior.
Es verdad, quizá estemos rodeados de pensamiento muerto, de ese que circula sin más exigencia que su posible venta, encaje y aplicación. Sabemos, sin embargo, que hay otro, que resulta siempre doloroso, y lo sabemos porque nos compromete hasta la voz. Llegar al fondo de lo que somos y hablar desde ahí no es algo delirante. Ojalá lo fuera, porque ese delirio nos restituiría a nuestro círculo y nos colocaría bajo observación. Hablar desde el fondo es simplemente peligroso, y en la práctica inútil, salvo para esos espíritus gemelos que nadan perdidos por aguas pelágicas. Seguramente no tiene sentido ese vivir tan hondo, ese vivir para ser, y quizá debamos contentarnos con vivir para ser algo, para entrar en el juego de ese pensamiento circulante, como fenómenos benignos y favorables, como objetos dinámicos, como una más entre las cosas. Es entonces cuando, sometidos a esa condición, nos asalta esa sensación abismal que Törless apuntaba: «Pero cuando cierro los ojos, las cosas viven iluminadas por otra luz».
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