domingo, 4 de abril de 2010

Nada resucita sin contrición verdadera


Que alguien nos libre de la contrición eclesiástica, de esa culpa tácita y confusamente proclamada, de esa culpa envuelta en arrogante y rico manteo, de esa culpa esfumada en el candor de las velas, de esa culpa discreta, sin desfile litúrgico ni penitencia. Que alguien diga a ese hombre, que en la cátedra toma la palabra, que como portavoz del verbo divino no debería usar tono tan apagado, tan matizado, tan opaco que esperando oír nada oímos, que esperando saber nada sabemos. Que alguien mañana le recuerde, cuando vuelva a cubrir con la tiara el solideo, que no debería reclamar al común de sus creyentes la contrición llana, la que ha de acompañarse con evidentes muestras de arrepentimiento, con afanes de inmediata de reparación, con signos de expiación y vergüenza, la de los que viven en duelo por su error, la de los que quieren aupar a sus víctimas, la de los que no se absuelven con torpe franqueza. Si no sirve para todos esta contrición, si la institución la desaconseja, que no haya culpa para nadie o que no haya institución que la consienta. A menos que se arguya que la institución propiamente no peca y carece de culpa, porque entonces, si sólo está para señalar las ajenas y para ofrecer balances irreprochables, será lícito sospechar de esa moneda moral que con tanto celo acuña y maneja.

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