De nada puede valer un perfil del autor si no deja ver su intención. Si ésta no es buena ni clara, el perfil poco va a decir de él, y lo que diga nada aclarará.
Desde mi atalaya -un despacho en una segunda planta asomado a una zona ajardinada- he vuelto a ver esta mañana un carbonero. No es la primera vez que aparecen, al fin y al cabo es un pájaro bastante común. Al árbol que me queda enfrente suelen ir a parar éste y otros pájaros con frecuencia. Buscando en la ventana algún alivio, mi mirada suele extraviarse en ese punto y a veces topa con alguno de ellos apostado en sus ramas. Otras veces es su canto el que me reclama. Comparado con los gorriones o con los petirrojos, el carbonero parece siempre un tanto inquieto y ansioso, y no tarda en desaparecer. Esa visión fugaz, tan rara de lograr, acaba sabiendo a poco; hoy más, porque ni siquiera ha lanzado desde ahí su insistente canto. Ni era hora, ni probablemente sea ya tiempo de exhibiciones y alharacas. O ha adivinado simplemente una curiosa pero extraña mirada al otro lado del cristal. Sería cuestión de pararse a pensarlo, esa recurrente escapada suya de los ojos y las cámaras. Algo deben ver esos espíritus alados en nosotros de monstruos o de ogros temibles, que hasta la sola mirada les parece una inquietante amenaza.
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