Algunas expresiones te sacan bruscamente del sopor y la galbana que habitualmente imponen los medios. Las imágenes podrían corresponder a una de esas reuniones o manifestaciones de gentes de bien, con o sin pendones, con o sin peineta, con o sin clérigos. Emocionado por la marea, el locutor de turno se apresta a tomar la temperatura ambiente y se lanza a las ondas asegurando que «se palpa en esa multitud un sentir unánime» o, más repolludo aún, que «el acto ha logrado concitar entre los presentes un sentir unánime». Vale, unánime, como una sola alma, realmente conmovedor. Pero ¿qué ha sentido esta gente? Pues, hasta donde dicen, se han visto «embargados por la emoción» propia de esa conciencia común, pasada en esta ocasión por el tamiz de la honra patria y la eucaristía en familia. En estos casos son muchos los sentimientos a los que esa comunión da expresión: el de indignación se manifiesta como «repulsa», el de euforia desemboca en un «orgullo de casta», y el fervor se acompaña con el abucheo a reticentes y pusilánimes. Porque no hay sentir unánime, sin pusilánimes. Dicen que tras ellos se esconden las gentes intrigantes, las mentes retorcidas, los espíritus refractarios: los que no participan de ese ánima indivisa. Y dicen que son estos la real amenaza, demasiado desdén y profundo desprecio, que en algunos alienta un espíritu de persecución. Se llega así al auténtico y quizá al único sentir de los del sentir unánime. Bien mirado sólo es miedo, un simple malestar, pero un malestar que les hace exigir un «desagravio» de inmediato, una «reparación» de buen o mal grado y una «rectificación» completa de rumbo: un malestar rectificador que llama al sacrificio y que anuncia la pronta llegada de un bienestar unánime. Un caso verdaderamente clínico, aunque muy visto.
jueves, 14 de octubre de 2010
Sentir unánime
Algunas expresiones te sacan bruscamente del sopor y la galbana que habitualmente imponen los medios. Las imágenes podrían corresponder a una de esas reuniones o manifestaciones de gentes de bien, con o sin pendones, con o sin peineta, con o sin clérigos. Emocionado por la marea, el locutor de turno se apresta a tomar la temperatura ambiente y se lanza a las ondas asegurando que «se palpa en esa multitud un sentir unánime» o, más repolludo aún, que «el acto ha logrado concitar entre los presentes un sentir unánime». Vale, unánime, como una sola alma, realmente conmovedor. Pero ¿qué ha sentido esta gente? Pues, hasta donde dicen, se han visto «embargados por la emoción» propia de esa conciencia común, pasada en esta ocasión por el tamiz de la honra patria y la eucaristía en familia. En estos casos son muchos los sentimientos a los que esa comunión da expresión: el de indignación se manifiesta como «repulsa», el de euforia desemboca en un «orgullo de casta», y el fervor se acompaña con el abucheo a reticentes y pusilánimes. Porque no hay sentir unánime, sin pusilánimes. Dicen que tras ellos se esconden las gentes intrigantes, las mentes retorcidas, los espíritus refractarios: los que no participan de ese ánima indivisa. Y dicen que son estos la real amenaza, demasiado desdén y profundo desprecio, que en algunos alienta un espíritu de persecución. Se llega así al auténtico y quizá al único sentir de los del sentir unánime. Bien mirado sólo es miedo, un simple malestar, pero un malestar que les hace exigir un «desagravio» de inmediato, una «reparación» de buen o mal grado y una «rectificación» completa de rumbo: un malestar rectificador que llama al sacrificio y que anuncia la pronta llegada de un bienestar unánime. Un caso verdaderamente clínico, aunque muy visto.
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