Indudablemente salir a pantalla es oficio duro. Creo que puedo imaginar la agotadora presión a la que se ven sometidos quienes comparecen ante ella y también los niveles insoportables que a menudo alcanza esa obligación de dar la cara de continuo. Supongo que hay quien mira por ellos para evitar los efectos dañinos de esa tensión continua. Pero al evitar estos efectos mediante el uso indiscriminado de argucias teatrales, como últimamente se viene haciendo, se acaba por transformar el oficio de comunicador en algo cómico. Empiezan a aparecer en pantalla gentes tan sobradas de expresión que además de comunicar confusamente y contagiar escasa convicción, infunden en el espectador una mezcla de perplejidad y extrañeza. El cuadro varía algo entre los que se presentan sentados para ofrecer noticias y aquellos a los que se les condena a merodear bajo los focos con las propuestas que los editores les adelantan. Dando por hecho que estos últimos viven el espectáculo de lleno y que su papel apenas se diferencia del que corresponde a un actor, lo único que cabe deplorar es que estos dramas en pantalla no se declaren como teatrales y que ellos acepten funciones tan extrañas a su vocación escénica.
Por eso me preocupa más el caso de los sentados, que al fin y al cabo adoptan esa pose ritual a fin de dar cierta credibilidad a las noticias. De ellos algunos han optado por dar el noticiero acentuando aquí y allá, de motu proprio o improprio, con la decidida intención de ganarse al espectador por el oído. Queda para los redactores la selección y el orden en las noticias, mientras que ellos cubren su papel impostando la sesión bien sea con la vis irónica o apoyados en muecas chuscas o miradas cómplices. Tanto celo acaban poniendo en su oficio que en ese monólogo gestualizado el mensaje suele acabar reducido a ocasional hilo conductor. Peor les va a quienes carecen de esos recursos faciales e intentan reforzar su escasa credibilidad supliéndolo con técnicas de expresión corporal en la mejor tradición de Stanislavski. Algunos de estos creyendo necesario cargar su mensaje con una plusvalía de emoción, acaban presos de convulsiones y aspavientos, como si nos pidieran auxilio para comunicar su noticia. Tanta implicación emocional hace que veamos con frecuencia noticias de carácter trágico subrayadas por una expresión grotesca, arruinando así el crédito del noticiero y convirtiéndolo en un guiñol tirando a infame.
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