domingo, 24 de octubre de 2010

El rídiculo rijoso


Las recientes confesiones de un notable literato soriano sobre sus experiencias orientales como pederasta obligan a revisar si no convendría para estos casos la pena de ridículo público. Y si es insensible a la vergüenza, pese a las enseñanzas japonesas, evitar al menos que de su ostentación del abuso saque réditos. En lo que respecta a sus portentosas dotes tengo sospechas, que me traen a la memoria el conocido ejemplo de Angélica y el ermitaño, no sé si budista para este caso.

De las peripecias sufridas por la bella Angélica, a la que asedian sin reposo casi todos los caballeros que desfilan por el Orlando furioso de Ariosto, ninguna más oscura que el crudo episodio del anónimo encantador. Hacemos, pues, a Angélica en las orillas del tenebroso mar, bien lejos de su Catay natal, huyendo de la persecución del pertinaz Reinaldo (espejo de virtudes para Don Quijote) y momentáneamente arrebatada junto con su caballo por el bravo oleaje de una solitaria playa. Desde lo alto de una roca el anciano, llevado en volandas por su demonio, contempla sosegadamente la delicada presa. Cuando más honda se muestra la aflicción, hace su aparición ante ella revestido de manso ermitaño. Angélica reclama y obtiene su auxilio, entre sollozos le relata su entera historia y solicita finalmente amparo en su espaciosa cueva.

Lo que sigue es el infame contrapunto a los afanosos amores ensayados por los paladines del poema.  A diferencia de aquellos cortejos, el falso ermitaño deja aquí que sea ella, con sus angustiadas palabras, la que le vaya madurando su pérfida y seductora empresa. Cuando cree llegado su turno, el viejo prueba a confortarla «poniéndole, mientras habla, las manos por el pecho y por las mejillas». Al rechazo inmediato de Angélica responde sacando, «de una talega que traía, una redomita de cierto licor» que al punto la hace dormir. Es así como la acrisolada experiencia hace al veterano dueño de recursos y vacío de escrúpulos al mismo tiempo.

Angélica y el ermitaño (1.626-28), P. P. Rubens,
Kunsthistorisches Museum, Wien.

El momento, de avasalladora y lasciva entrega, es captado, con toda la repugnancia propia del abuso, por el cuadro de Rubens. El cuerpo rotundo y sensual de Angélica deslumbra en su desnudez al intrigado mago, que intenta, guiando su mano con la torva mirada, sustraerle su último velo. Desde la cabecera del lecho vigila la escena su demoníaco asistente. En esa turbia atmósfera los ojos, que destilan una rapacidad venenosa, sólo encuentran ya sus carnes desmayadas. No remite, sin embargo, en el viejo la intención, sino la fuerza que los años mermaron. Finalmente por todo castigo, aunque más mereciera, queda su maña en ridículo, cuando «viendo él triste su pequeña posibilidad, junto a la dama de cansado se duerme».

*Orlando furioso de Ludovico Ariosto (1532), traducido en prosa castellana por Diego Vázquez de Contreras (Madrid, 1585).


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