sábado, 23 de octubre de 2010

La montaña sombría


La costumbre hace hablar a mucha gente de las montañas, así en plural, como de lugares idílicos y remotos. Atraídos por esa vitola de naturaleza virgen, con la que se ofrecen como postales precintadas, pasan seguidamente a los planes de salida, donde el realismo impone una urgente distinción entre las accesibles y las inaccesibles. Para los que vivimos viéndolas a diario es diferente. Esos criterios de cercanía cuentan menos que su ostensible corporeidad, de la que hemos hecho surgir todo un linaje de gigantes protectores, familiares y hasta afables. Claro que por la misma regla podemos reconocerlos como titanes ingratos, hoscos y en ocasiones despiadados. Pero, cualquiera que sea el afecto o desafecto despertado por esas montañas, a ninguna de ellas le negamos singularidad, porque a todas les reconocemos su naturaleza y carácter.

Como en casos similares, esos afectos afloran y quedan fijados en el curso de nuestro primer contacto con cada montaña y sirven para revestir su espíritu con claroscuros afectivos que dependen de la respuesta recibida. Otras veces basta la mera visión del monte para que su muda presencia intimide y augure un encuentro más aciago que azaroso. Como caminamos además siempre con la historia a cuestas, puede que no le sea ajena la leyenda y que al amparo de su altura, en su dominio, aún se escuchen ecos de un tiempo acallado, a veces a sangre y fuego. Aún así, nunca llegan a parecerme los montes escenarios monumentales, más bien los tomo por testigos silenciosos, cuando no cómplices, de aquellos sucesos.

Irubelakaskoa (Baztan)

Tan intensa es toda la gama de reflejos percibida, que bien puede suceder que la vista, aunque agradecida, no consiga recrearse. Tenemos ahí delante esa estampa otoñal de montañas de la que emerge sin pudor alguno ese vértice orgulloso. Vive ajeno a rutas y aldeas, aunque no se oculta a la mirada del curioso ni se levanta hasta alturas imposibles. Sus pliegues resultan suaves y sus tonos cálidos, pero el perfil resulta arrogante. Desde su cima se domina el Norte. Asentado entre dos remotos y solitarios valles, se alza sobre vertiginosas laderas como un bastión inexpugnable. En una de ellas se hace la luz cada mañana, mientras la otra cara permanece reservada y sombría. Desde la lejanía todo ese cuadro genera profundo desasosiego, algo en él parece que se resiste latente. A medida que por la descomunal cola nos aproximamos al áspero lomo que lleva a lo más alto, crece en nosotros la incómoda sensación de estar turbando el sueño milenario de algún enroscado y oscuro dragón que envuelto en la montaña nos atrae pacientemente a sus abismos.


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